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Estaban en la misma puerta del cafetín, jugueteando como dos chavales, dándose golpecitos en el abdomen y obsequiándose mutuamente con buñuelos, que acompañaban de latines y signos en el aire, como si se administrasen la comunión. ¡Vaya un par de «puntos» alegres!

Allí, mojando buñuelos en el fangoso líquido de la taza, sentía renacer otra vez sus esperanzas, aunque menos intensas que en el ambiente cálido de la redacción. El sería algo; él subiría alto. Siempre que llenaba el estómago, sentíase animado por una fe ciega en su destino. Y con tales esperanzas, emprendía la caminata hacia los Cuatro Caminos, para reposar en el camastro todavía caliente.

Eso es, D. Pedro López. No tan arriba. Pique más bajo. ¿Se le puede ver, o no? Creo que está durmiendo. Suba usted.... Eh, , Rumalda... ve con este caballero.... Di a Perico que si no tiene vergüenza de dormir a estas horas. Romualda era una mujercita encanijada y vestida de harapos que en la tienda inmediata ayudaba a la mujer de los parches a ensartar buñuelos.

Las tocatas de la banda de música, hecha pedazos de puro soplar himnos y más himnos patrióticos, se empequeñecían en el libre y anchuroso espacio, hasta asemejarse al estallido de una docena de buñuelos al caer en el aceite hirviendo donde se fríen.

Luego que sintieron alejarse á sus perseguidores, los amigos subieron. Allí vivía el poeta clásico. ¿Tienes que cenar? le preguntó el Doctrino. Un magnífico festín contestó el poeta. Un cuarterón de queso manchego y una botella de Cariñena. Mandaremos por unos buñuelos á la taberna de la esquina. Lázaro tenía un hambre espantosa.

Todos los días, en cuanto amanece Dios, le doy tres ó cuatro á María para que me compre buñuelos. ¡ darás! murmuró María-Manuela con mal humor. ¡Disgustos! ¡Y bofetás! añadió Velázquez riendo. Sólo los jueves por la tarde. Tengo ese ramo bien organizado. ¡Vaya, no te las eches de plancheta, hijo profirió la irascible María, que se va á creer la gente que te comes los niños crudos!

Las vendedoras de buñuelos y de bollos con miel y castañas confitadas, atraían a los compradores con sus gritos frecuentes, mientras que los muchachos de la escuela formaban grandes corros para cantar villancicos, acompañándose de panderetas y pitos, delante de los pastores de las cercanías y demás montañeses que habían acudido al pueblo para pasar la fiesta.

Eran los buñuelos de San José, el manjar de la fiesta; como frutos de oro, colgaban muchos de ellos de un colosal laurel, que recordaba el Jardín de las Hespérides. Bien entendía sus negocios el cafetinero. La tal falla iba a acabar con todo el aguardiente de sus barrilillos, mientras su mujer fabricaba los buñuelos por arrobas.

Pues á la virtud de la bebía. ¡Sería milagro! ¿Cómo quieres que yo vocee si me has dejado en los huesos? No me ha quedado aliento ni para pedir los buñuelos por la mañana. Los amigos reían y vertían de vez en cuando una palabrita para que la disputa se alargase.

A ver, echa aquí lo que tengas en el bolsillo. ¿Crees que la gente se mantiene con cañamones? ¿Crees que hay colegios de a ochavo como los buñuelos? ¡Qué puño!... Dame guita y verás. Tengo para no pordiosear. ¿Te ha dado el Canónigo? Lo bastante para poner a Mariano en una escuela y para vestirme con decencia. ¡Ah!, canóniga..., pitarás... Hablemos claro».