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El Conde, hecho así muy amigo de don Braulio, hubo de acompañar algunas noches a las dos hermanas hasta la casa de ellas; y como doña Beatriz se la ofreció, él pudo visitarlas y las visitó del modo más correcto. Nada de esto hacía recelar a don Braulio.

Dios me libre de oponerme a lo que él ordena. Además sería fácil que lo supiese todo. No hay, pues, más recurso que aguardar a que Braulio quiera y pueda acompañarnos. Pronto acabará su tarea extraordinaria y no tendrá que ir de noche al Ministerio. Entre tanto no irá mañana, que es domingo. Mañana nos llevará. Yo lo conseguiré. ¿Te acomoda?

Aquella noche, pues, no hizo la menor observación sobre el traje de don Braulio; pero no por eso dejó de anudarle con gracia el lazo de la corbata, ni de alisarle el pelo, ponerle pomada y peinarle lo mejor que supo. Los tres tomaron un cochecito con bigotera y se fueron a los Jardines. En el camino decía don Braulio: Me parece, y lo siento, que se van ustedes a fastidiar. No tenemos amigos.

Las emociones desagradables de don Braulio nacían de la desconfianza de mismo, que le atormentaba.

Importa declarar, en honor de doña Beatriz, que al trazar en su imaginación el proceso ascendente de uno y otro plan de ventura, ora valiéndose de don Braulio, ora de Inesita, jamás se le ocurría poner en la composición de su cuadro el menor toque pecaminoso. Nada de fullerías. Doña Beatriz quería jugar limpio.

Pues adelante replicaba el Conde. Así fué el oficial indicando varios nombres, hasta que dijo: Don Braulio González. ¿De dónde ha venido? preguntó el Conde. De Sevilla contestó el oficial. ¿Es casado? volvió a preguntar el Conde.

Don Braulio venía muy fatigado, y a las pocas palabras que habló con las mujeres pensaron todos en retirarse a dormir. La primera que salió de la sala fué doña Beatriz. Don Braulio quedó un momento solo con Inesita. Acercóse entonces a ella y le dijo en voz baja: Inés, tengo que cumplir con una comisión que para ti me han dado. Toma esta carta, guárdala y léela con detención y reposo.

Don Braulio era en el suyo, aunque limpio, harto descuidado. Su levita y su sombrero tenían la forma en moda hacía ocho o diez años. Su corbata negra estaba algo raída, y el cuello de la camisa, recto y sobrado grande, le llegaba casi hasta las orejas. Beatriz se había medio peleado con su marido para obligarle a llevar más bajos los cuellos y a comprar nuevo sombrero y nueva levita.

Braulio es viejo... ¿Le amas de amor? El alma de Braulio es hermosa; el alma de Braulio es inmortalmente joven. ; le amo de amor. ¿No has amado nunca a otro hombre? Nunca. Mira bien en el fondo de tu alma. Beatriz, ¿no has amado nunca a otro hombre? Apenas comprendo lo que me quieres decir; pero no ha de quedarme el menor escrúpulo.

¡Sin etiqueta, señores! exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara. Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por la derecha; por medio el tocino; por la izquierda los embuchados de Extremadura.