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Actualizado: 4 de julio de 2025
Al pobre Batiste, tan severo y amenazador, lo que más le dolía de todas sus desgracias era el desconsuelo de la pobre muchacha, falta de apetito, amarillenta, ojerosa, haciendo esfuerzos por mostrarse indiferente, sin dormir apenas, lo que no impedía que todas las mañanas marchase puntualmente á la fábrica, con una vaguedad en las pupilas reveladora de que su pensamiento rodaba lejos, de que estaba soñando por dentro á todas horas.
La aparición de una mujercilla débil y pálida pareció animar con una ráfaga de penosos recuerdos á toda la familia. Era Pepeta, la mujer de Pimentó. ¡Hasta esta venía!... Hubo en Batiste y su mujer un intento de rebelión; pero su voluntad no tenía fuerzas... ¿Para qué? Bien venida, y si entraba para gozarse en su desgracia, podía reir cuanto quisiera.
Yendo en tan buena compañía, sus enemigos fingían no conocerle. Hasta algunas veces había visto de lejos á Pimentó, que paseaba por la huerta como bandera de venganza su cabeza entrapajada, y el valentón, á pesar de que estaba repuesto del golpe, huía, temiendo el encuentro tal vez más que Batiste.
Bajo la parra hizo Batiste una plazoleta, pavimentada con ladrillos rojos, para que las mujeres cosieran allí en las horas de la tarde.
Roseta era da toda la familia la más parecida á su padre: «una fiera para el trabajo», como decía Batiste de sí mismo.
¡A él! ¡á él!... Otra vez volvió Batiste á oir aquel chapoteo de perro fugitivo; pero ahora con más fuerza, como si extremara la huída espoleado por la desesperación. Fué un vértigo esta carrera á través de la obscuridad, de la vegetación y del agua.
Batiste se fijó por primera vez detenidamente en la famosa taberna, con sus paredes blancas, sus ventanas pintadas de azul y los quicios chapados con vistosos azulejos de Manises. Tenía dos puertas.
Al llegar Batiste á las inmediaciones de la taberna de Copa, un hombre apareció en el camino saliendo de una senda inmediata y marchó hacia él lentamente, dando á entender su deseo de hablarle.
Al extremo del puente, en una planicie entre dos jardines, frente á las ochavadas torres que asomaban sobre la arboleda sus arcadas ojivales, sus barbacanas y la corona de sus almenas, se detuvo Batiste, pasándose las manos por el rostro.
Todo lo despreciaba y olvidaba contemplando sus tierras. Y Batiste sentíase poseído de un dulce éxtasis al verse cultivador en la huerta feraz que tantas veces había envidiado cuando pasaba por la carretera de Valencia á Sagunto.
Palabra del Dia
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