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Actualizado: 17 de octubre de 2025


Le contó a usted mi crimen y creo que habló de propensiones hereditarias, palabras que oía yo por primera vez y que me dieron un miedo atroz, pues me creí atacada de alguna enfermedad mortal. Recuerdo qué bueno fue usted, señor cura, y cuánto le quise desde aquel día. «Mi querida señora, le dijo usted; hay un precepto de la Sabiduría, que dice: Conócete a ti mismo.

Pero cuando le dijo a Mauricia que se marchara, esta no quiso, y empezó a poner de oro y azul a doña Guillermina, hallándose esta presente, y a todas las señoras de las Juntas católicas, diciendo que eran unas tales y unas cuales. ¡Qué bribona! Si es atroz... le entran esos toques, y no sabe lo que dice. Doña Guillermina no se acobardó por esto, ni renunció a llevársela.

Ante la evidencia había tenido que reconocer su falta, que admitir la injusticia de su acusación y convenir en que solamente el odio se la había sugerido. Vista la prueba había tenido que dar la razón al severo juicio del magistrado; comprendía que él mismo había contribuido a la muerte de la infeliz, y el remordimiento que en un tiempo le había parecido atroz, le parecía ya casi leve.

No hay destino más espantoso que el de un desgraciado que oye afirmar violentamente su culpabilidad, que oye probarla, á quien se arroja en un calabozo y se pone en incomunicación, y que al oirse insultar en el despacho del juez de instrucción y en el banquillo, sufre en público la agonía moral y física del más atroz martirio y repite á los demás y á si mismo hasta volverse loco: ¡Soy inocente!

Si Marianela usara ciertas voces habría dicho: Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto que Dios quiere que sufra esta humillación, sea; pero no he de asistir a mi destronamiento. Dios bendiga a la que por ley natural va a ocupar mi puesto; pero no tengo valor para sentarla yo misma en él.

Le miré, deposité suavemente el cuerpo de Flavia sobre la hierba, y de pie a su lado, contemplándola, maldije al Cielo por haberme salvado de la espada de Ruperto para hacerme sufrir aquel dolor tan intenso, tan atroz. Había cerrado la noche y me hallaba en la celda que acababa de ser prisión del Rey en el castillo de Zenda.

Tragomer no se había equivocado; es ella... Pero se conoce en su cara la huella de los remordimientos. Á despecho de su belleza, siempre brillante, esa mujer sufre, estoy seguro. No qué vértigo la arrebató en el momento de cometer la acción atroz de que yo he sido responsable, pero estoy cierto de que la deplora y acaso esté dispuesta á repararla.

Me hace usted temblar (alarmándose). Vamos; el pecado ese es de lo más atroz que puede haber.

Inocente es usted de lo que la imputa el señor don Aurelio, y, sin embargo, su atroz sospecha... tiene, tiene apariencias de fundamento... porque usted misma se las ha dado, yendo hoy a casa de ese hombre.... La castiga a usted Dios en lo que más quiere; en ese angelito que no vino aún al mundo.... Lucía sollozó amargamente.

Gracias a que era un «vate aplaudido» en la Juventud Católica y tenía ideas muy cristianas; que si no, a la vista de tamaña traición hubiera sido capaz de ahogar su dolor cometiendo la más atroz barrabasada, por ejemplo, dando un adiós patético a la ingrata, y arrojándose después de cabeza en aquel caldero de aceite hirviendo donde volteaban los buñuelos.

Palabra del Dia

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