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Actualizado: 29 de julio de 2025
Y ahora, si sus instrucciones se lo permiten, déjeme usted solo. ¡Buenas noches y gratos sueños! exclamó el rufián. La luz desapareció y oí el ruido de los cerrojos y después los sollozos del Rey. Se creía solo. ¿Quién podía oírle y mofarse de su llanto? No me atreví a hablarle. Podía escapársele una exclamación de sorpresa que nos vendiera.
Hay muchos peldaños desgastados y convierten á la escalera en un plano inclinado difícil de subir, pero apoyándome en las paredes, agarrándome á las asperezas, resbalando en el polvo para incorporarme después, acabé por llegar á lo más alto de la torre. La piedra es ancha y no había peligro alguno; sin embargo, apenas me atreví á dar algunos pasos, por temor de que me venciera el vértigo.
Un síncope como éste, un poco más largo, y ya estaba... No hay que formarse espantajos... ¡Ay!... Yo también pensaba lo mismo: un síncope un poco más largo sería la muerte, y temblaba de espanto pensando en el despertar, en el temible despertar en la otra vida... Y no me atreví a decir nada. Me faltó el valor y me callé cobardemente.
Había hablado con pasión. Sentía fuego en mis mejillas y de repente me avergoncé al pensar que había descubierto así delante de él el fondo de mi corazón. Me oculté la cara entre las manos, luchando contra las lágrimas. Cuando me atreví a levantar la cabeza, él estaba delante de mí, mirándome fijamente, con ojos chispeantes. Criatura dijo, ¿de dónde te vienen esas ideas?
¡Oh! no, eso no, Pablo, se apresuró a replicar la joven; eso no debe afligirte, porque yo no quería a nadie entonces... ni he querido después añadió avergonzada; y si no, pregúntalo en el pueblo... te lo juro, yo no he querido a nadie.... Más que a Vd., amigo Pablo, me atreví yo a decir con resolución, e impaciente por acercar de una vez aquellos dos corazones enamorados.
No me atreví, sin embargo, a pasar por delante de la cárcel para mirar la ventana de la estancia donde se hallaba, aunque me dijeron que había mucha gente por aquellos sitios. En cambio pasé varias veces por delante de la casa de su esposa.
Lo abandoné a su disertación para ir a sentarme en el extremo de la mesa con la juventud, pues mi escasa importancia social me permite asociarme a ese batallón ligero. No me atreví a sentarme al lado de Luciana, que me había dicho por lo bajo, siempre prudente en su táctica: «No llamemos la atención.»
Y así, desde hacía horas, vagaba bajo la lluvia. El reloj tocó las tres; en ese momento entró él, chorreando agua, con la mirada empañada, los cabellos mojados, pegados en desorden en su frente. Debía haber sufrido horriblemente. Quise acercarme a él, quise decirle una palabra de consuelo, pero no me atreví. La mirada huraña y sombría que me lanzó, me decía con bastante claridad: «¿Qué quieres?
Halleme, pues, desprevenida e indefensa en aquel inesperado trance de prueba; perdí mi poca serenidad, y pareciéndome que el castillo no se desmoronaba tan aprisa como lo querían mis desatinadas impaciencias, yo misma puse mis manos en él, y me atreví a arrancar sus sillares, uno a uno, hasta dejarle arrasado. El trabajo fue rudo, pero la conquista más señalada.
Carlos había recibido varias cartas y parecía vivamente preocupado; a pesar de la reserva que me había impuesto, me atreví a interrogarle. »¡Ay! me dijo: ¡tiene usted razón, ha adivinado lo que pasa en mi alma; experimento un gran sentimiento! ¡Es necesario que la deje, Juanita! Que me ausente por un mes. Todo un mes sin verla, ¿comprende ahora mi dolor?
Palabra del Dia
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