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Actualizado: 16 de junio de 2025
Á la cabeza de cincuenta italianos escogidos y bien armados se abrió paso casi hasta el mástil del barco inglés y los marinos se vieron cogidos como entre dos muros de hierro por sus fieros asaltantes, dando y recibiendo la muerte sin pedir cuartel. Pero en aquel instante supremo les llegó el auxilio que tanto necesitaban.
Eran un puñado de hombres contra un ejército; pero no cabían vacilaciones en aquellos momentos. El Capitán y los suyos avanzaron descargando los fusiles contra las espesas filas de los asaltantes, mientras el piloto, que se había quedado solo, disparaba la lantaca, sembrando la muerte con una granizada de hierro y de plomo. De pronto, los antropófagos se detuvieron en su formidable asalto.
La multitud se mostraba sorda; quería que fuese todo propiedad de la «señorona», para de esta manera satisfacer su cólera sin escrúpulos. Y continuaba dando gritos, en los que se repetía la palabra infamante. De pronto, Robledo, que braceaba sobre su caballo dando órdenes inútiles, consiguió hacerse oir. Los asaltantes parecían cansados.
Los asaltantes, al empujarse, se toleraban y perdonaban fraternalmente. «En la guerra como en la guerra», decían como última excusa. Y cada uno apretaba al vecino para arrebatarle unas pulgadas de asiento, para introducir su escaso equipaje entre los bultos suspendidos sobre las personas con los más inverosímiles equilibrios. Desnoyers fué perdiendo poco á poco sus ventajas de primer ocupante.
Luego, sacando otro brazo, disparaba el segundo revólver, se metía adentro para cargar sus armas y volvía á aparecer. La mayor parte de los asaltantes parecieron olvidar el motivo político que los había traído hasta allí. Ya no pensaban en el «gobierno usurpador» ni en asaltar el cuartel. Toda su atención la concentraron en aquel hombre que seguía insultándoles sin tomar precauciones.
Salían hombres despavoridos en mitad del arroyo atravesados por las bayonetas; dentro de las casas veíanse mujeres desgreñadas debatiéndose entre los brazos de los asaltantes, arañándoles con una mano el rostro, mientras con la otra pugnaban por sostener sus ropas. Luna vio cómo en el Instituto los más montaraces rompían a culatazos los aparatos del gabinete de Física.
El telegrafista, que trató de sacar varios muebles de su propiedad fué maltratado por los facciosos, que le propinaron planazos con sus paraguayos. Mientras ardía la estación del ferrocarril, los asaltantes se encaminaron á varios establecimientos, saqueándolos; y después les pegaban fuego por los cuatro costados.
Al poco rato notaron que se acercaban bultos negros arrastrándose por entre los matorrales. Cornelio disparó contra uno de ellos, que quedó inmóvil sin lanzar un grito. Aquel tiro, y sobre todo sus efectos, debieron de asustar a los asaltantes, porque se les vió retroceder a toda prisa y esconderse entre los espesos árboles de la selva.
Era uno de los asaltantes, el más ágil de todos, que se había agarrado al tejido, encaramándose por él hasta llegar á lo más alto de su tórax. Desde allí arrojó una cuerda á los que esperaban abajo, y uno tras otro fueron subiendo cinco hombres, con grandes precauciones, procurando evitar un roce demasiado fuerte al deslizarse por la curva del pecho gigantesco.
Desaparecieron los pechos de color de mostaza; sólo vió espaldas de este color huyendo hacia la salida del parque, filtrándose entre los árboles, cayendo en mitad de su carrera alcanzadas por las balas. Muchos de los asaltantes deseaban perseguir á los fugitivos y no podían, ocupados en desprender con rudos tirones su bayoneta de un cuerpo que la sujetaba en sus espasmos agónicos.
Palabra del Dia
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