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Actualizado: 1 de noviembre de 2025


Pero cuentan con el auxiliar poderoso de los tontos y del sentimentalismo femenil, que avanza en su busca y se ofrece, diciéndoles: «Dominadnos, haced de nosotros lo que queráis, y dadnos en cambio el cieloAresti no creía, como los enemigos de la Compañía en otros tiempos, en la grandeza y el poder del jesuitismo. La sabiduría de sus individuos era una leyenda.

Algunos discípulos de la Universidad jesuítica, pareciéndoles estas aclamaciones demasiado vulgares, daban vivas á la Unidad Católica, y los aldeanos los contestaban con rugidos de entusiasmo, sin entender lo que aquello significaba, pero adivinando que debía ser algo contra los impíos de la odiada Bilbao. Aresti vió pasar á la mujer y la hija de Sánchez Morueta.

Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi.

Los contratistas, los capataces, los químicos, toda la gente que formaba la clase sedentaria de las minas, admiraba á Aresti, poniendo en su adoración algo del asombro que despierta en el vulgo el desprecio á las riquezas materiales. Le gusta vivir con nosotros decían con orgullo.

Así debía ser: lo nocivo, lo peligroso hay que suprimirlo. Quedó en silencio Aresti largo rato, y luego añadió con convicción: Matar la fiera sería lo mejor.

Aresti admiraba á Íñigo de Loyola como un ejemplar acabado de su raza, incapaz de ilusionarse por largo tiempo en cosas inmateriales, sacando instintivamente el poder y la riqueza de la santidad ascética, por la que habían pasado tantos otros con el cuerpo atormentado por la penitencia, comidos de parásitos, sin otra fortuna que la soga ceñida á los riñones.

Piaban los pájaros, saltando sobre la arena de las avenidas, pero sus gritos perdíanse entre el bramido de las locomotoras, el silbido de los tranvías y el mugido de algún vapor que entraba lentamente ría arriba. Aresti dió un vistazo á la acera llamada el boulevard, ocupada siempre por los curiosos estacionados ante los cafés.

Aresti vió al enfermo en el fondo del camastro, junto á la pared, respirando jadeante. Estaba acostumbrado á visitar los tabucos de los mineros: nada le extrañaba, y con agilidad de muchacho saltó encima del tablado, marchando de rodillas sobre los jergones.

Aresti, recordando los dos Alcides que con la porra en la mano, y al aire la soberbia musculatura dan guardia á los blasones de armas de la provincia, decía hablando de él: «Mi primo se ha escapado del escudo de Vizcaya». Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el pensamiento y la acción en continuo uso.

El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina» por la protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con que él le correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que saludaba su parentesco con el amo.

Palabra del Dia

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