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Se celebró mucho la ocurrencia por todos los presentes, incluso Maravillas, que por aquella vez no usó la sonrisita a que le obligaba de continuo su papel de librepensador propagandista; por todos, menos por Leto, que se quedó mirando de hito en hito al fiscal... hasta que de pronto soltó una carcajada. ¡Carape! exclamó enseguida , que está de molde el apodo.

Así es le contestó Ricardo, abrumado de emoción ante aquel portento de suprema belleza, de insuperable dignidad, de extraordinario candor. Estaremos entonces en la chacra del contraste dijo ella con la mayor ingenuidad. Entiendo que tenemos el honor de hablar con la Pampita repuso Lorenzo acentuando esta palabra. No por qué el honor contestó ella, estableciendo así la propiedad del apodo.

Y el viejo salía al encuentro del aperador, mirando de frente, con sus ojos inmóviles, que sólo percibían la silueta de los objetos en una niebla gris, moviendo las manos y la cabeza con un temblor de vejez exhausta y agotada que le valía el apodo de Zarandilla.

Digamos ahora que Mechacan, zapatero, vecino y competidor hacía muchos años del señor José María el Perinolo, que había visto criarse a Sinforoso y le había arreado más de uno y más de dos lampreazos con el tirapié cuando al volver de la escuela le llamaba, para vejarle, por el apodo, le estuvo escuchando desde la cazuela con las manazas apoyadas sobre la barandilla y la cara erizada de púas sobre las manos.

No es nuestro ánimo pintar aquí la famosa batalla de Lepanto, ni al propósito de nuestro libro conviene; que el curioso puede verla en las historias que de ella hablan largamente, y con pelos y señales: gran jornada fue, gran gloria alcanzó en ella nuestra patria; que puesto que fueron diversas las naciones que con sus armadas a aquella empresa acudieron, por generalísimo fue nuestro don Juan de Austria, y a su prudencia y a su buen consejo y a su aliento, se debió que aquel grandísimo triunfo se lograse; y más grande fuera, si a todas sus consecuencias se hubiera llegado: a nosotros sólo nos compete decir en el presente libro, cómo fue que nuestro Miguel conquistó en aquella memorable jornada su glorioso apodo de Manco de Lepanto.

Era sin duda aquél uno de los finos artistas de la palabra y de la frase, según se decía; había caído de las más altas posiciones, y mi tía lo abominaba como todo el partido de la gran política que no le conocía sino por el apodo que se le daba y que no es del caso mencionar.

No hace muchos días que yo, que no me precio de gran literato, yo que de buena gana prescindiría de esta especie de apodo, si no fuese preciso que en sociedad tenga cada cual el suyo, y si pudiese tener otro mejor, me vi en la precisión de consultar a algunos literatos con el objeto de reunir sus diversos votos y saber qué podrían valer unos opúsculos que me habían traído para que diese yo sobre ellos mi opinión.

Uno de sus admiradores, antiguo juez aficionado á las disquisiciones filosóficas, había hecho su diagnóstico. Tiene la enfermedad de muchos grandes hombres. Su peor enemigo es «la loca de la casa». Este era el apodo que el filósofo Malebranche había dado á la imaginación.

Advierto con placer que cada día penetra usted más adentro en los misterios de la morfología. Adolfo hizo un gesto de mal humor, mientras los demás sonreían. Le mortificaba profundamente el apodo que Rivera le había puesto y las bromas constantes que le merecían sus aficiones científicas.

¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es moda en sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y no por el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del «doctor García» cuando se le puede designar por su nombre de pila: Claudio, o por el sobrenombre, lo que es más distinguido: el «Nene», por ejemplo. ¡Qué ridiculez!