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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Pero la mujer aquella con su aplastada cara japonesa, sabía mucho del mundo y de las pasiones humanas, tenía el corazón rebosando tolerancia y caridad, y sostenía esta tesis: que la privación absoluta de los apetitos alimentados por la costumbre más o menos viciosa, es el peor de los remedios, por engendrar la desesperación, y que para curar añejos defectos es conveniente permitirlos de vez en cuando con mucha medida.
Bajar allí me estaba prohibido, y tampoco tenía deseos de ello, desde que, en la baraúnda de un día de mercado en que mi padre me había llevado, me vi casi aplastada entre las ruedas de un carro.
Era de baja estatura y prominente abdomen, la cara ancha, la nariz algo aplastada, y una barba en collar, de un blanco sucio y amarillento, todo lo cual le daba lejana semejanza con la cabeza de Sócrates. Al estar de pie, su vientre abultado y flácido parecía moverse con las palabras dentro del amplio chaleco; al sentarse, subíasele esta parte de su organismo sobre el flaco pecho.
Combatía tenazmente como la hormiga que muerde sabiendo que va á ser aplastada, como la mosca que ve el espacio al través de un cristal. ¡Ah! la vasija de barro desafiando á los calderos y rompiéndose en mil pedazos tenía algo de imponente: tenía lo sublime de la desesperacion.
El silencio, un terrible silencio de plomo se extendió como por encanto por el salón. La Bonnetable tomó la actitud de una persona gravemente ultrajada y la de Dumais, aplastada en su butaca, no tuvo siquiera el recurso de decir como de costumbre: ¡Oh! Francisca...
La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos pequeños, oblicuos y tenaces, daban á su rostro una expresión de ferocidad asiática. Pero este gesto se esfumaba al sonreír su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado á alimentarse con salazón. Caminaba los primeros días por las calles desorientado y vacilante.
Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro. A nada concedía respeto.
Aplastada en el reinado de Carlos II, atravesó después el fangoso pantano de Walpole. En medio de la pública postración, salieron á relucir los instintos de la baja plebe: el precioso libro titulado Robinsón deja entrever la aparición inminente del alcoholismo.
Aresti, desde un balcón, veía cuatro masas obscuras de boinas, encuadrando el espacio libre, en el cual dos parejas de toros arrastraban penosamente unas piedras más grandes que las muelas de un molino, bloques enormes que al moverse dejaban detrás de ellos la tierra profundamente aplastada.
Derribados los dos, lucharían quizás más proporcionadamente. ¡Pobre razón aplastada por la soberbia! ¿Dónde está la justicia? ¿dónde está la vindicta del débil? En ninguna parte. El furor del Delfín no fue tanto que se le ocultara el peligro de llegar a un homicidio, abusando de su superioridad. «Este al fin es un hombre, aunque parece un insecto» pensó.
Palabra del Dia
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