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Actualizado: 21 de julio de 2025
Martín quedó helado; luego Catalina volvió a aparecer y lanzó un ovillo de hilo casi a los pies de Martín. Zalacaín lo recogió; tenía dentro un papel que decía: «A las ocho podemos hablar un momento. Espera cerca de la puerta de la tapia.» Martín volvió a la posada, comió con un apetito extraordinario y a las ocho en punto estaba en la puerta de la tapia esperando.
Usted que tiene talento, señor, debe comprender bien todo esto. Entretanto... ¡Bueno! mi querida Luisa... qué quiere usted... no puedo darle cien mil francos... pero tomaré su comida... Me dejará solo, ¿no es así? Sí, señor Máximo. ¡Ah! gracias, señor. Le doy muchas gracias. ¡Tiene usted buen corazón! Y buen apetito, también, Luisa.
Sin embargo, hacía lo posible por que siguiese adelante y cuajase; no cabía duda. Al ver paralizado su deseo por causas que no podía definir claramente, crecía y se transformaba poco a poco en áspero apetito.
Puede que sí». El apetito del corazón, aquella necesidad de querer fuerte, le daba sus desazones de tiempo en tiempo, produciéndole la ilusión triste de estar como encarcelada y puesta a pan y agua.
Resuelto el problema de los minutos, me encontré en una feliz disposición de ánimo y almorcé con apetito. Por la tarde fui al palacio de Padul, según había prometido a Gloria. Isabel estaba en casa de las de Enríquez. El conde se disponía a salir en coche, a ver los toros que debían lidiarse al día siguiente.
Supuso la vestal del fogón que la inapetencia era desprecio, y por salir de dudas, movida de santa indignación, entró al despacho. Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío que Bruto la víspera de Filipos. Recibiola sin sonrisas, sin gana de bromas, preguntando con voz desfallecida: ¿Qué te pasa, mujer? Eso pregunto yo. ¿Qué le pasa al señor? No tengo apetito.
Es el célebre gobernador de Pangasinan, un buen hombre que pierde el apetito cuando algun indio deja de saludarle... A poco más se muere si no suelta el bando de los saludos á que debe su celebridad. ¡Pobre señor! hace tres días que ha venido de la provincia y ¡cuánto ha enflaquecido! ¡oh! hé aquí al grande hombre, al insigne, ¡abre tus ojos! ¿Quién? ¿Ese de las cejas fruncidas?
Y el joven siguió comiendo y bebiendo gentilmente, porque á los veinticuatro años los cuidados no quitan el apetito. POR QU
Lo que hasta entonces le movió fue el apetito amoroso que juntamente despertaban en su ánimo la belleza de Cristeta, la envidia de su legítimo poseedor y la vanidad herida; pero a consecuencia del almuerzo con don Quintín, todo cambió.
Con los preparativos de salida se había retrasado el almuerzo, y esta tardanza, así como la variedad de flores sobre las mesas y los víveres adquiridos en tierra, dieron nuevo encanto a la general nutrición. Todos comían con apetito, celebrando la frescura del comedor luego de la pesadez caliginosa de la ciudad.
Palabra del Dia
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