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¡Linda! repitió el otro. ¡Cuánto ruido! , mucho ruido asintió míster Hall, que hallaba no desprovistas de profundidad las observaciones de su visitante. Candiyú admiraba los nuevos discos: ¿Te costó mucho a usted, patrón? Costó... qué? Ese hablero... los mozos que cantan. La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró. El contador comercial surgía.

Mas lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima.

En mi triste situación me admiraba, no podía darme cuenta de cómo no había pensado antes en este expediente vencedor. En el bulevar me encontré repentinamente con Gastón de Vaux á quien no había visto hacía dos años. Detúvose después de un movimiento de duda, me apretó cordialmente la mano, me dijo dos palabras sobre mis viajes y me dejó en seguida.

Todas sus palabras eran ahora para un país desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un paraíso. ¡Qué ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!...

Un día es un día, tío dijo el perrero . Nos alegra que se mueran los grandes. Ya ve usted; yo admiraba mucho a Su Eminencia: pues ¡que se haga la porra! La única satisfacción que tiene un pobre es ver que a los de arriba también les llega la vez.

Así, de un modo vago é inconsciente, principió á imitar el carácter y las inclinaciones de los personajes que más admiraba y á adoptar en la forma estrecha y deficiente que podía los usos de la sociedad elevada donde tenía puestos los ojos. Entonces se le vió andar por los parajes más retirados de la población, solo y vestido con extraordinaria elegancia.

Pero cuando su hijo le explicó en pocas palabras por qué había matado, creyó perder la vida; le temblaron las piernas y hubo de hacer un esfuerzo para no quedarse tendido en medio de la carretera. ¡Era Mariquita, su hija, la que había provocado todo aquello! ¡Ah, perra maldita! Y al pensar en la conducta del muchacho, le admiraba, agradeciendo su sacrificio con toda su alma de hombre rudo.

Te digo, rapaz, que ni el señor cura ni el señor maestro las dibujarían mejor. Nolo ardía de impaciencia, y aunque admiraba de buena voluntad los progresos caligráficos de su novia, hubiera deseado que el tío Goro no se extasiase tanto con ellos.

Ya no estaba en el colegio. Su vida era la de un estudiante de familia rica que remedia la parsimonia de sus padres con toda clase de préstamos imprudentes. Pero Madariaga salía en defensa de su nieto. «¡Ah, gaucho fino!...» Al verlo en la estancia, admiraba su gentileza de buen mozo.

El talabartero, olvidando su enfado con el espada, admiraba a éste, más que por sus éxitos toreros, por sus valiosas relaciones de amistad. Tenía puesto el ojo hacía tiempo a cierto empleo, y no dudaba de conseguirlo ahora que su cuñado era amigo de lo mejor de Sevilla. Enséñales la sortija. Mia, Encarnación, qué regalito. ¡Ni er propio Roger de Flor!