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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Cuando me dirigí al Alene, que debía partir a la mañana siguiente, encontré un sinnúmero de hombres y mujeres descargando cerca de cincuenta vagones que una locomotora acababa de dejar al costado del vapor, al que transbordaban el contenido. ¿Sabéis lo que era? ¡Plátanos! Jamás he visto una cantidad semejante de bananas.
La guarda es tomada; la ampolleta muele, buen viaje haremos, si Dios quiere. Cuando acababa de pasar la arena de la ampolleta, o sea cada media hora, uno de los pajes debía gritar, para que lo oyesen los marineros: Buena es la que va, mejor es la que viene; una es pasada y en dos muele, más molerá si Dios quiere. Cuenta y pasa que buen viaje faza. ¡Ah de proa; alerta, buena guardia!
Un vivo dolor la despertó; debatiéndose en su cama, acababa de pincharse la barbilla con una horquilla desprendida de ana cabellos.
Estaban en la catedral celebrándose los divinos oficios, con un inmenso concurso de fieles: acababa el sermon, y empezaron de repente sordos estampidos, el crujir de los retablos y de las bóvedas, el repetido vibrar de las paredes y columnas, el golpear de los sillares que caían desprendidos de la torre y el de los remites que se desgajaban del crucero.
Yo he oído decir al mismo Isidoro, cuando acababa de volver de sus peregrinaciones, que en Lisboa tenía un estupendo baratillo nada menos que un Palha, individuo de una de las más ilustres y antiguas familias portuguesas, según lo atestigua Cervantes en el Quijote.
De estas dos primas, la una, Julia, era todavía niña; la otra contaba apenas un año más que nosotros, se llamaba Magdalena y acababa de salir del convento en que se había educado.
Si he de ser franco, diré que me hubiera sido imposible evitarlo; no tenía fuerzas; me encontraba aturdido, asombrado de cuanto acababa de ver y oír. Apenas si me encontraba aún con energías para levantarme de mi asiento y dar algunos pasos, a fin de convencerme de que no soñaba.
En el momento mismo en que creía aferrar la prueba tan ardientemente deseada, acababa de anonadarla una vez más el convencimiento de su impotencia. ¡Su hija, su pobre hija, iba a ser encerrada en una casa de locos, perdería en ella la razón, y sin duda alguna moriría! Esta certidumbre le desgarró el corazón, apagó el último fervor de su esperanza y abatió la fuerza de espíritu que aún le quedaba.
¡Ah! ¡le pareció que iba a volverse loco! Dejó caer la cabeza y permaneció algunos instantes con ella apoyada entre las manos, como para persuadirse a sí mismo de que no era una ilusión, de que Judit vivía aún, y de que ella era la que acababa de ver.
Estuvo un cuarto de hora, y después se encaminó hacia el río, y apoyándose en una piedra de la orilla, dijo: «Aquí está». No acababa de decir esto cuando van Stein le disparó un pistoletazo a boca de jarro y lo dejó muerto. Smiles y yo echamos a correr, temiendo que siguieran con nosotros.
Palabra del Dia
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