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Actualizado: 4 de mayo de 2025


Nada le era tan grato, ni tan fácil como decir de su amigo todo el bien que pensaba. Y como veía que Bettina se complacía en escucharlo, daba libre curso a su elocuencia. Pero una noche Pablo quiso, y estaba en su derecho, obtener el beneficio de su caballeresca conducta. Acababa de hablar durante más de un cuarto de hora con Bettina.

Juan Claudio no entraba nunca en aquella sala sin recordar al abuelo de Catalina, a quien le parecía ver aún con la cabeza blanca, sentado en la sombra, detrás del hogar. ¿Qué hay? preguntó la labradora ofreciendo un asiento al almadreñero, que acababa de dejar el rollo de pieles en la mesa.

La segunda vez que entré en la casa, me la encontré sentada en uno de aquellos peldaños de granito, llorando». ¿A la tía? No, mujer, a la sobrina. La tía le acababa de echar los tiempos, y aún se oían abajo los resoplidos de la fiera... Consolé a la pobre chica con cuatro palabrillas y me senté a su lado en el escalón. ¡Qué poca vergüenza! Empezamos a hablar. No subía ni bajaba nadie.

En efecto, acababa de hablar la criada cuando apareció la señora Miguelina en el umbral llevando en una mano su libro de rezos y tocada con una austera capota negra.

Don Bernardino, sin más trámite, fulminó el rayo de su excomunión sobre el culpable: lo sabía todo, todo, con puntos y comas, de pe a pa; míster Robert acababa de descubrirle la verdad y de notificarle la gravísima resolución adoptada: liquidar una casa que tanto había costado formar, y con un pasivo escandaloso. ¿No tenía vergüenza? ¿no le remordía la conciencia de haber arruinado a aquel pobre hombre? ¿con qué pensaba pagar los doscientos mil nacionales del pasivo y los cincuenta mil que adeudaba a Rocchio?

Acababa de adquirir la grata convicción de que, aunque fuese de tarde en tarde, podía comer de fonda.

Algunas mujeres subieron a ver el cadáver de la hija de Maricadalso, cuyo ataúd acababa de traer López. Era una muchacha bonita, cigarrera, con opinión de honrada. Maricadalso subía a su casa, lloraba junto al cuerpo de su hija, bajaba a gritar de nuevo, blasfemando, volvía a subir y a llorar.... Ya no parecía la Muerte sino la Locura cantando a su modo el Dies irae.

Algo, sin embargo, le sacó repentinamente de su egoísmo amoroso; algo que ensombrecía su gesto, partía su frente con una arruga de preocupación y le había hecho ir á bordo. Cuando quedó sentado en la gran cámara del buque, frente á su segundo, apoyó los codos en la mesa y comenzó á chupar un grueso cigarro que acababa de encender.

A todo callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de la Carducha.

Ella balbuceó sin fuerzas: ¡Dios mío, Dios mío! La hora que acababa de transcurrir había sido tan angustiosa para sus almas turbadas que, inconscientes, permanecieron así en brazos uno del otro, creyendo vivir en un sueño. La joven fue la primera en reponerse; se apartó de Juan, y señalando la ventana: Es necesario abrir dijo no vemos a mi padre. Juan obedeció.

Palabra del Dia

ciencuenta

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