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Unos decían que había encontrado la flecha de Abaris y se había ido por el aire, montado en ella; otros, que se había elevado al empíreo en el trono flotante de Salomón o en un carro de fuego; otros, que el dragón Musaros, que en la antigüedad más remota civilizó a los asirios, y que tenía cuerpo de pez, cabeza de hombre y piernas de mujer, se le había llevado consigo a su palacio submarino, en el fondo del golfo pérsico.

Era guapísimo, ágil y divertido en la conversación; y desde que, siglos antes, había venido su compatriota Olen a civilizar a tracios y pelasgos, no se había visto hiperbóreo de más doctrina en el Mediodía de Europa. Con esto, con su astucia, con sus chistes y con su atrevimiento, Abaris iba por todas partes haciendo estragos en los corazones femeninos.

Se disiparon, pues, las melancolías de Echeloría y de Mutileder; se abrazaron fraternalmente y más contentos que unas pascuas, y se encontraron muy a gusto de ser ella favorita de Salomón y él príncipe consorte en el reino sabeo, para donde se fue con su Guadé, cuatro días después de saber que era hijo de Abaris y de haber descubierto que tenía una salamandra azul en la espalda.

Además, como Abaris era hombre de mundo, lo que se llama un rodaballo muy corrido, Salomón le puso al corriente de todo, a ver si él hallaba remedio para aquel mal. Abaris aseguró que curaría a los dos jóvenes iberos; pero que, en cambio, deseaba que Salomón le prometiese que había de otorgarle un don que intentaba pedirle. Salomón se lo prometió.

Eligieron para esto los sabios a Abisag de Sunam, de quien, por una maldita coincidencia, Abaris, muy joven entonces, andaba perdidamente enamorado. Abaris hizo esfuerzos inauditos para disuadir a Abisag de sacrificarse a aquel viejo; pero ella, teniéndolo a mucha honra, y creyendo que cumplía con un deber en ser útil al Rey Profeta, desdeñó a Abaris y se unió con el Rey.

Pasaron después tres días, durante los cuales Abaris pareció como que estaba estudiando. Al terminar los tres días, fue Abaris al regio alcázar, hizo que Salomón le presentase a Echeloría, y, no bien la hubo visto, Abaris dio un grito y se echó en los brazos de la joven, exclamando: ¡Gracias, gracias, benignos cielos: al fin he hallado a mi hija!

Abaris fue a ver a Salomón y a pedirle el don que había prometido otorgarle; pero como era hombre de mundo y precavido, llevaba preparada la flecha debajo del manto filosófico, poniéndose cerca del balcón abierto para hacer su petición, no fuera caso que Salomón se enfadase y tuviese él que salir volando, antes de que Benaya le hiciese pasar a mejor vida.

Salomón tuvo una curiosidad y quiso que Abaris con el mayor sigilo la satisficiese. ¿Hay algo de verdad, le dijo, en lo que afirmas de que eres padre de Echeloría y de Mutileder? En mi vida estuve en Iberia, contestó riendo Abaris. Confiesa que mi remedio ha sido ingenioso y eficaz. Sin él no se hubieran curado los chicos y hubieran sido capaces de morirse.

Lo que hace al caso es saber que Abaris viajaba con facilidad prodigiosa. David estaba viejísimo, y los sabios de Israel resolvieron que, para aliviar sus dolencias y hacer menos crueles los postreros años de su vida, era menester casarle con una jovencita bella e inocente; la flor de las doce tribus.

Abaris montó en su flecha y se fue de Jerusalén hecho un veneno. A fin de vengarse del desdén de Abisag, ya que no en ella, en otras mujeres, se convirtió en seductor desaforado, en el D. Juan Tenorio o Lovelace de aquel siglo. Los medios de que disponía eran enormes.