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Ya se entiende que la época de los arimaspes y la de Abaris son de decadencia para la civilización hiperbórea. Confieso que todo este sistema me encantó. No es mi propósito exponerle aquí. Paso volando sobre él y voy a mi asunto. Digo, no obstante, que me encantó por dos razones.

Desnudaron las espaldas de ambos jóvenes y se vieron estampadas en ellas las salamandras. No cabía duda; eran hijos de Abaris, y por consiguiente hermanos. Todo se aclaraba y se justificaba así. El amor que se habían tenido era fraternal: nacido de la fuerza del parentesco.

Abaris, que tuvo noticia de todo esto, y que aun estaba enojado contra Abisag, tardó en volver a Jerusalén; pero volvió al cabo y precisamente en los días en que Salomón y la reina de Sabá andaban más afligidos con la dolencia de Echeloría y de Mutileder. Ignorábase qué proyectos traía Abaris, pero Salomón le recibió bien, porque Salomón apreciaba mucho la ciencia.

Años atrás, en los últimos del reinado de David, había venido a Jerusalén un príncipe hiperbóreo, a quien de fama conocen sin duda mis lectores. Hablo del sapientísimo Abaris, que caminaba montado en una flecha. Si era la aguja de marear aplicada a la navegación aérea o algo por el mismo orden, no acertaré yo a decirlo en este momento.

Así, pues, los arimaspes, que tenían un ojo solo y miraban al cielo, eran los astrónomos de entonces, que ya conocían el telescopio; y la flecha en que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el globo aerostático o un artificio para volar con dirección y brújula, etc., etc., etc.

Explicó entonces Abaris que él había estado en Aratispi; que allí había tenido amores con la madre de Echeloría, y que Echeloría era el fruto de dichos amores. Añadió luego que como entonces era él tan peregrino seductor, había tenido también amores en Vesci con la madre de Mutileder; y que por lo tanto, Mutileder era su hijo.