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Salvador y Doña Hermenegilda se miraron a las diez de la noche, cuando los dos hermanos se quedaron solos, después de cenar, Salvador rogó a Navarro que se acostase. No será malo dijo este con mucha naturalidad , pues fatiga sobre fatiga, se llega a un punto en que no hay cuerpo que resista. Sigo tu consejo, pues no ha sido mala la jornada de este día. Salvador le acompañó a su alcoba.

Dijo, y volviéndose del otro lado se fue aletargando. Poco después dormía profundamente. Después de contemplarle un rato, considerando que era cosa perdida, Salvador se retiró con el alma llena de tristeza. Pasaron tres días. Una mañana entró Salvador en su casa y halló a Doña Hermenegilda consternada, llorosa.

Doña Hermenegilda, que así se llamaba la dueña, era viuda de un guarda-montes de la Borunda y había tenido siete hijos, de los cuales, a excepción del más pequeño, que emigró a las Américas, no quedaba ninguno por haberlos absorbido todos sucesivamente las distintas guerras de la Península, desde la famosa de la Independencia hasta la de los agraviados en Cataluña.

Entró a la sazón el padre Zorraquín muerto de frío y se sentó a horcajadas en una silla, frente a la chimenea, extendiendo sus pies hacia el fuego. Poco después el vivo calor de la llama le obligó a apartarse. Empezó a oscurecer, por ser en aquella estación las tardes más cortas que la esperanza del pobre, y Doña Hermenegilda dio luz a un esplendoroso quinqué, competidor del sol de invierno.

Doña Hermenegilda no era navarra. No podía haber escogido Salvador persona más a propósito para cuidar a un hombre tocado, como se sabe, del mal de batallas.

Por esto debe ser puesto entre lo más precioso que han hablado nuestros personajes, y reproducido con integridad para que sea edificación de nuestros lectores, como lo fue de Doña Hermenegilda, que tuvo el honor de hallarse presente en aquel palique. Una tarde, después de comer, hicieron ambos elogios muy ardientes de un exquisito guisado de palomas silvestres que les puso Doña Hermenegilda.

El cura charla que charla, y la dueña devana que devana, parecía que de los labios de aquel salía la palabra, como de la madeja de sus manos el hilo, y que Doña Hermenegilda iba envolviendo el interminable discurso, haciendo de él un corpulento ovillo, que bien podría pasar por abultado libro.

Cerradas las maderas, se prepararon los cuatro a echarse a pechos la larguísima velada, que parecía un siglo, cuando no era conllevada de interesantes y variados entretenimientos. Doña Hermenegilda hacía media con ligereza suma. Aquella noche necesitó devanar madejas de hilo, y como no tenía devanadera, prestose, como otras veces, a suplirla el bendito Padre Zorraquín. Era hombre amabilísimo.

De esto y del desastroso fin de todos ellos, nació en Doña Hermenegilda un aborrecimiento tan vivo de las guerras, que no se le podía mentar nada de lo tocante al fiero Marte y su culto sangriento.