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Acababa de comprobar una vez más que, a la primera mención de los prodigios de una humilde enclaustrada, todos los otros temas decaían; y los más recios hidalgos, orgullosos de sus linajes, de sus caudales, de sus cicatrices, inclinaban la cabeza como empequeñecidos ante la sublimidad de la gloria penitente.

Además, en aquel sitio, a tal elevación y en espacios triangulares, no era racional hacer composiciones o grupos que desde abajo resultasen empequeñecidos, por las robustas líneas de la cornisa y el tremendo vano de la cúpula.

Todos estos temas, tratados en forma somera e inhábil, a la buena de Dios, en parloteo superficial, de mujer exenta de ilustración y de luces literarias, son temas universales, empequeñecidos, claro está, por mi poquedad reflexiva y lo alicorto de mi espíritu de percepción. Ya sabéis que empiezo a escribir ahora.

Unos gatos flacos y espeluznados rodaban en torno de la mujer, esperando que cayese algo de la olla: unos animales lúgubres, de mirada feroz, tigres empequeñecidos que parecían alimentarse con el hambre que sobraba á sus amos. La vieja rompió en lamentaciones al conocer á don Luis.

Unos alambres interminables iban de poste en poste, casi a ras de tierra, marcando los límites de la llanura, repartida en proporciones gigantescas. Y en estos cercados de término indefinido, que no podían abarcarse con los ojos, movíanse los toros con paso tardo, o permanecían inmóviles en el suelo, empequeñecidos por la distancia, como caídos de una caja de juguetes.

El carruaje pasó entre dos torrecillas con montera de tejas que marcan la entrada al recinto de Mónaco. El puerto quedaba muy abajo, con sus buques empequeñecidos. Al otro extremo de la plaza de agua brillaban las cúpulas de los numerosos hoteles de Monte-Carlo, sus fachadas policromas, los vidrios de balcones y miradores. No se llegaba á distinguir la gente.

Asomado al bolsillo del gigante, se consideraba tan enorme como éste, viendo empequeñecidos á todos sus adversarios. Siempre que el Hombre-Montaña pasaba junto á un edificio público, él escupía desde la altura, como si pretendiese con esto consumar su destrucción. Varias veces rió viendo moverse abajo, como despreciables insectos, á los que estaban encargados de perseguirle.

Y los lidiadores, parpadeando bajo la violenta transición, pasaron de la sombra a la luz, del silencio de la tranquila galería al bramar del circo, en cuyo graderío agitábase la muchedumbre con oleajes de curiosidad, poniéndose todos en pie para ver mejor. Avanzaban los toreros súbitamente empequeñecidos al pisar la arena por la grandeza de la perspectiva.