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Llevaba a su afición la energía de un guerrero y la fe de un inquisidor. Gordo, todavía joven, calvo y con barba rubia, este padre de familia, alegre y zumbón en la vida ordinaria, era feroz e irreductible en el graderío de una plaza cuando los vecinos mostraban opiniones diversas a las suyas.

De pronto movíase la gente en una sección del tendido: poníanse los espectadores en pie, volviendo la espalda al redondel; arremolinábanse sobre las cabezas brazos y bastones. El resto de la muchedumbre dejaba de mirar a la arena, fijándose en el sitio de la agitación y en los grandes números pintados en la valla de la contrabarrera que marcaban las diferentes secciones del graderío.

En el fondo del arco, sobre las vallas de madera que lo obstruían a medias, abríase un medio punto azul y luminoso, dejando visible un pedazo de cielo, el tejado de la plaza y una sección de graderío con la multitud compacta y hormigueante, en la que parecían palpitar, cual mosquitos de colores, los abanicos y los papeles.

Y sus pases de muleta fueron acompañados de ruidosas exclamaciones de entusiasmo, mientras en el graderío se reanimaban los partidarios, increpando a los enemigos. ¿Qué les parecía aquello? Gallardo se descuidaba algunas veces, lo reconocían... ¡pero la tarde que él quería! Aquella tarde era de las buenas.

Iba a derribar al toro de una estocada maestra. Todos adivinaban la resolución del espada. Se lanzó Gallardo sobre el toro, y todo el público respiró a un tiempo ruidosamente, luego de la emocionante espera. Del encontronazo entre el hombre y el animal salió éste corriendo con mugidora furia, mientras el graderío prorrumpía en silbidos y protestas. Lo de siempre.

El público le adoraba; y al avanzar, sonriendo con petulancia, como si toda la ovación fuese dirigida a su persona, pasaba revista a los tendidos del graderío, sabiendo dónde se agolpaban los mayores núcleos de sus partidarios y queriendo ignorar dónde se congregaban los amigos de los otros.

Al terminar su peroración con una media vuelta, arrojando la montera al suelo, el entusiasmo estalló ruidoso. ¡Olé el niño de Sevilla! ¡Ahora iba a verse la verdad!... Y los espectadores se miraban unos a otros, prometiéndose mudamente sucesos estupendos. Un estremecimiento corrió por las filas del graderío, como en presencia de algo sublime.

Cuando dejó puesto el par, unos aplaudieron en el vasto graderío y otros increparon al banderillero con tono zumbón, aludiendo a sus ideas. ¡Menos política y «arrimarse» más! Y el Nacional, engañado por la distancia, al oír estos gritos contestaba sonriendo, como su maestro: Muchas grasias, muchas grasias.

En el tendido de sombra, el graderío circular era un escalonamiento de sombreros blancos que bajaba hasta la barrera. Algunas capotas cargadas de flores o relucientes peinados, destacándose sobre los pañolones de Manila, rompían la monotonía de las hileras de puntos blancos.

En el graderío elevábase un rumor, producto de vehementes conversaciones. Los amigos del espada creían oportuno explicarse en nombre de su ídolo. Está entoavía resentío. No debía torear. ¡Esa pierna!... ¿No lo ven ustés? Los capotes de los dos peones ayudaban al espada en sus pases.