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¡Oh, Dios mío, cómo me gusta a la sobreasada...! Hoy mismo la como, aunque me haga daño... te tienes la culpa por haberla mentado... ¡Y por fin, y por fin! ¿quién le hubiera dado a Elena un hotelito en la Castellana, con un budoir tan lindo que no hay otro en todo Madrid, con su serre, con su cuarto de baño...? Mira, vamos a hablar un poco de la casa de Madrid. Voy a desayunarme aquí mismo.

Lo , pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producido nada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de budoir, donde vive mucho más tiempo que en el estudio. Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelen sus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabe propinarles.

Eran piezas de esa ebanistería parisién del barrio de San Sulpicio, puesta al servicio de los fieles, que arregla oratorios para las señoras elegantes con el mismo refinamiento con que sus compañeros de oficio adornan un dormitorio ó un budoir. El gusto artístico del jesuitismo contrastaba con la arquitectura del templo, de un gótico sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno.

Es ya cursi eso de amontonar trastos...» Supongo que encargará usted para su budoir algún cuadrito a Núñez dijo Tristán con sonrisa maliciosa. ¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente! replicó Elena dándole con la servilleta suavemente en la cara. Y la charla prosiguió viva y alegre.

Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamente a otra conversación. ¡Pero qué lindísimo budoir el tuyo, Elena, qué coquetón, qué elegante! le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminando en Madrid. ¿Te gusta? Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el del pavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!