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Rafael llegó al puente del Arrabal, una de las dos salidas de la vieja ciudad edificada sobre la isla. El Júcar peinaba sus aguas fangosas y rojizas en los machones del puente. Unas cuantas canoas balanceábanse amarradas a las casas de la orilla.

Colgando de las traseras de los carromatos balanceábanse racimos de chicuelos, que al menor vaivén caían en la arena, saliendo milagrosamente de entre las patas de los caballos.

Todo lo que colgaba de las paredes, ropa, trapos, sogas, se ponía horizontal; balanceábanse las bacías de cobre colgadas en la puerta del barbero; las faldas de las mujeres se arremolinaban; se rompían las vidrieras; los hombres se iban sujetando con la mano sus gorras y sombreros, los curas apenas podían andar; todo lo flotante tendía a tomar la horizontal, y en medio de esta desolación relativa, el Majito avanzaba tieso y altanero, como hombre supinamente convencido de la importancia de sus funciones.

Los aparadores estaban casi vacíos. La antigua loza, al romperse, había sido reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricación. Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rectángulos balanceábanse pausadamente las ramas de unas palmeras.

Le vio de espaldas sobre la roja tierra, con medio cuerpo a la sombra de un naranjo, ennegrecido el suelo con la sangre que salía a borbotones de su cabeza destrozada. Los insectos, brillando al sol como botones de oro, balanceábanse ebrios de azahar en torno de sus sangrientos labios. El discípulo se mesó los cabellos. ¡Recristo! ¿Así se mataba a los hombres que son hombres?