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La capital dominadora y triunfante parecía abrumar el espacio con su pesada grandeza. Reía, destacándose sobre el azul del cielo, con el temblor de las grandes vidrieras de sus palacios heridas por el sol, con la blancura de sus muros, con el verde rumoroso de sus jardines, con la esbeltez de las torres de sus iglesias.

Salía de ellos con las manos y los bolsillos repletos, para abrumar con una prodigalidad de paquetes al primer soldado que encontraba. A veces el favorecido sonreía cortésmente, dando las gracias con palabras reveladoras de un origen superior, y pasaba el regalo á otros compañeros que vestían un capote tan grosero y mal cortado como el suyo.

Y por cierto que esa impasibilidad no deja de producir de vez en cuando saludables efectos: porque el deseo de disputar cesa cuando no hay quien replique; no cabe oposicion cuando nadie ataca. Así no es raro ver á esos hombres volver en á poco rato de abrumar con su locuacidad á quien no les contesta; y amonestados por la elocuencia del silencio, excusarse de su molesta petulancia.

Pues á su novio, el nieto del tío Tomba. ¡Vaya un acomodo! Y las treinta bocas crueles empezaron á reir como si mordieran; no porque encontrasen gran chiste á la cosa, sino por abrumar á la hija del odiado Batiste. ¡La «Pastora»!... dijeron algunas . ¡La «Divina Pastora»!... Roseta alzó los hombros con expresión de indiferencia. Esperaba este apodo.

No es esto todo; los amigos de su hijo, confirmándose en la benevolencia del aplauso público, hombres y mujeres, aprovecharon este momento de calor para abrumar a solicitudes al ministro de Negocios Extranjeros. M. Pasquier, literato también al mismo tiempo, nombró inmediatamente al joven poeta secretario de la embajada de Nápoles.

Había ido allí arrastrado á impulsos del Remordimiento, que donde quiera le acosaba, y cuya compañera era aquella Cobardía que invariablemente le hacía retroceder en el momento mismo en que iba á desplegar los labios. ¡Pobre, infeliz hombre! ¿Qué derecho tenía de abrumar bajo el peso del delito hombros tan flacos como los suyos?

Su sombrero de cinta mugrienta, echado atrás, dejaba al descubierto una frente abombada y enorme, que parecía abrumar con su peso la parte baja del rostro, de un moreno verdoso.

Gozábase en abrumar con su superioridad de forastera a las señoras de la isla que no sabían francés; escuchaba a la escritora sus líricos elogios de la originalidad de este paisaje africano, con sus blancas casitas, espinosos cactos, esbeltas palmeras y seculares olivos, que tan rudamente contrastaba con el armónico orden de las campiñas de Francia.