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En aquella ocasión Tiburcio dio pruebas de lo bien que se enteraba de todo, señalando a su señor los más conspicuos caballeros y las más garridas damas, que en aquella procesión se parecían, y diciendo sus nombres, sus cualidades y su historia. Nadie llamó tanto la atención de Miguel de Zuheros, como una dama muy hermosa y muy joven que iba cerca de la Reina.

No bien saltaron en tierra algunas personas de a bordo, visitaron la ciudad y hablaron con sus mercaderes y con otros de sus habitantes, entre los cuales no faltaba ya quien chapurrease el portugués o el italiano, corrió por todas partes la voz de que mandaba la nave recién llegada un señor de mucho fuste y campanillas, cuyo nombre era Miguel de Zuheros.

Sin duda, en la tremolina y rebullicio que se armó cuando Miguel de Zuheros cayó en su hondo letargo, las dos damas y los dos escuderos hubieron de escabullirse yéndose con los derviches. Las órdenes de levar anclas y darse a la vela al amanecer habían sido tan terminantes que, a pesar de lo ocurrido, el piloto no quiso desobedecerlas.

Y ya se comprende que esta manera de hacerse religioso de poco o de nada podía valerle así en la tierra como en el cielo. Harto se comprenderá también, se explicará y se justificará por lo dicho, el pobre papel que Fray Miguel de Zuheros hacía entre los demás frailes. Sólo Dios sabía lo que guardaba él en el centro del alma.

Para que Miguel de Zuheros reconociese que no era amor lo que por él sentía, sino gratitud a sus rendimientos y obsequios y cierta vaga e indecisa predilección doña Sol atrajo y cautivó, aunque con menos marcados favores, con menos blandas sonrisas y con miradas menos dulces y más fugaces, a otro caballero de los que en la corte asistían. El remedio fue peor que la enfermedad.

Donna Olimpia así lo recomendaba diciendo: Nada de malos tratamientos. No le hagáis el menor daño. Hasta podéis desatarle las manos cuando esté en el desván y llevarle de comer y de beber y un colchón para que duerma. Dirigiéndose luego a Miguel de Zuheros, donna Olimpia le dijo: Yo os ruego, señor, que me perdonéis el grave disgusto que os ha causado el venir a verme.

Miguel de Zuheros, sin embargo, no persistía en cavilar sobre estas cosas cuando notaba la sencillez y la naturalidad con que Tiburcio, sin hacer gala de su ciencia, la mostraba si era menester, y afirmaba haberla adquirido por medios y caminos, no raros y reprobados, si no lícitos y vulgares.

Damián de Goes, haciéndose seguir de Miguel de Zuheros, de Tiburcio y de los dos forasteros desconocidos, llegó donde estaba el Rey y le refirió todo el suceso. Dirigiéndose el Rey al anciano desconocido, le preguntó: ¿Y quién eres y de dónde sales, viniendo a perturbar la alegría y la paz de Lisboa en ocasión tan solemne?

Y como no faltó allí quien ya los hubiera visto, en la gran posada de la Calle Nueva, donde ellos habían venido a parar y donde habían declarado su condición y sus nombres, pronto pasaron estos de boca en boca, y por donde quiera se oía decir: Esos son dos ricos y elegantes aventureros de Castilla; el más granado se llama Miguel de Zuheros, por sobrenombre Morsamor; y el jovencito, que es su doncel, se llama Tiburcio de Simahonda.

Las llamas habían subido ya por la pared y habían empezado a cebarse en la techumbre que crujía y amenazaba desprenderse a pedazos. Tiburcio pasó impávido por la cámara. En pos de él pasó Miguel de Zuheros.