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Maltrana contempló curiosamente la mansión de Zaratustra, agrandada con nuevas edificaciones desde la última vez que la había visto. La actividad del anciano, su raro talento para sacar provecho de los despojos, le hacían vivir en una perpetua reforma de su casa. El trapero sonrió viendo el asombro del joven. ¿Qué te parece?... Esto ha crecido mucho; esto es el palacio real de Tetuán.

Noventa y cuatro años, señor continuó Zaratustra, dirigiéndose al jefe del fielato . El cuerpo sano, el estómago de buitre; sólo tengo flojas las piernas, que me obligan a permanecer quieto en el carro, mientras éste, que es mi ayudante y señalaba al bobo de la gorra de pelo , entra en las casas. Soy el más antiguo del gremio.

El joven se encolerizó al pensar en la misteriosa fortuna de la avarienta trapera. El era su nieto, y sufría hambre teniendo derecho a una parte del tesoro oculto. Sintiose de pronto animado por una firme resolución. Iría a visitar a la Mariposa, aprovechando la ausencia de Zaratustra.

Zaratustra saliendo de la cuadra, levantó una cortina de percal rameado, pero Maltrana sólo vio una intensa obscuridad. Echa una cerilla dijo el trapero.

El filósofo de la busca estaba sentado dentro del vehículo, con las barbas esparcidas sobre las rodillas, aguardando a su criado el Bobo, que recogía el estiércol de los pisos altos. Zaratustra se incorporó al reconocer a Maltrana. Reía maliciosamente, guiñaba sus ojillos al verle por primera vez después de su fuga con Feliciana, que tanto había dado que hablar a las gentes de las Carolinas.

¿Pero eres , Isidro? preguntó con su voz infantil . ¡Pues pocas ganas que tenía de verte!... La abuela no piensa en otra cosa; siempre me hace el mismo encargo: «Si ves al chico, dile que venga. Casi no le he visto desde que nos casamos, yo soy, amigo Zaratustra. ¿Cómo le va a la abuela contigo? ¿Aún estáis en la luna de miel? El viejo hizo un gesto de protesta, sin dejar de sonreír.

El hombre que va hecho un Adán no es porque carezca de «con qué», sino que tiene la atención en cosas más altas, por ser un animal noble e inteligente. Así hablaba Zaratustra. Maltrana, molestado por el hedor del almacén y el revoloteo de las moscas, acabó por abandonar su asiento, que consistía en tres pedazos de corcho clavados en forma de banco. Ya que la abuela estaba ausente, quería irse.

Maltrana vio una aguda punta oxidada saliendo del muro, sobre la cabeza de Zaratustra. La miró de cerca: era una jeringa. Más allá brillaban dos azulejos de reflejos dorados y surgía un brazo femenil de color de bronce, que, sin duda, había sostenido una lámpara de gas en algún café.