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Actualizado: 2 de mayo de 2025


El lobo se come al cordero, el milano a la paloma, el pez gordo al pequeño, y hay que dar gracias al rico porque, pudiendo tragarse al mediano, le deja vivir para que pene. Así hablaba Zaratustra. Al recordar Isidro Maltrana su pasado, deteníase en los años de su infancia transcurridos en el Hospicio.

Isidro se imaginaba los trabajos que estaría realizando la abuela con sus manos trémulas para extraer del escondrijo aquel tesoro famoso que Zaratustra husmeaba, sin llegar nunca a dar con él. Por fin salió, sucia de telarañas, con el pañuelo de la cabeza cubierto de briznas de paja. Llevaba en las manos un trapo blanco repleto de objetos.

Comenzaban a hacer la vista gorda por huir de compromisos, pero ahora se desesperan y gritan: «Quiere que le matemosEl mejor día, cazando, el rey se va a encontrar con el Mosco, que anda por todo El Pardo como si fuese de su propiedad. Zaratustra pasó repentinamente a hablar de la muchacha.

Al atravesar la Puerta del Sol, vio en la calle del Carmen el carro de Zaratustra parado junto a la acera, y entre sus varales al filósofo traperil de espaldas a él, separando la basura que acababa de entregarle el criado. Maltrana pensó en su abuela y en su tesoro. La señora Eusebia era rica: todos los vecinos lo afirmaban.

El carro de Zaratustra parecía más grande que las viviendas; se veía mejor que éstas, caído sobre la zaga, con las dos barras en alto unidas por la barriguera de la mula, destacándose sobre el cielo como una horca. Adivinó el joven la proximidad de la cabaña viendo correr hacia él una banda de perros. Eran los compañeros de Zaratustra.

Y emprendió la marcha, seguido un buen trecho por los perros de Zaratustra. Al entrar en el barrio de las Carolinas quedó desconcertado y confuso por el aspecto que ofrecía en pleno Carnaval. En aquella gente adornada con los despojos de una ciudad, no se distinguían fácilmente las máscaras de los que no iban disfrazados.

A las mujeres les satisfacen las superfluidades del buen vivir, y no era caso de que la señora Eusebia, al abandonar su casa de las Carolinas, entrara en una vivienda de indios. Aquí hay su poquito de señorío dijo Zaratustra incorporándose con cierto trabajo, después de clavar la aguja en los tapices y plegar éstos sobre el asiento.

Pasó entre el carro y una pared baja, y entró en una plazoleta que tenía al frente la campiña, con Madrid en el fondo, y a un lado las obscuras lomas de la Casa de Campo. El resto de la plazoleta estaba cerrado por las tres cabañas que constituían la vivienda y dependencias del gran Zaratustra.

Así hablaba Zaratustra, paseando su luz cerca del techo; y surgían de la obscuridad los colgantes tejidos por las arañas, enormes, seculares, como si fuesen la obra de muchas generaciones, transparentando con fulgor sonrosado la llama de la vela. El viejo evitaba romper los frágiles tejidos.

Zaratustra y la señora Eusebia le escucharon silenciosos, pero sin participar de su emoción. ¿Conque la chica del Mosco había muerto? ¡Todo sea por Dios!... Y el par de vejestorios replegábase en su egoísmo, sintiéndose más fuerte, más feliz, con la satisfacción de conservar su existencia, mientras la muerte ensañábase con la juventud.

Palabra del Dia

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