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Estuvo con un humor de mil diablos todo el Jueves y Viernes Santo. El Sábado, a poco de entrar en la oficina, le llamó Villalonga a su despacho. Rubín se dirigió allá palpitante de emoción. «¡Dios! se decía ; ¿será para darme la secretaría? ¡Qué cuña, si no es para esto, qué cuña, ya no aguanto más! En cuanto salga del despacho del jefe, me levanto la tapa de los sesos, como hay Dios.

Más que reunir dinero para el asilo, preocupaba a la dama el ver resuelto según su deseo lo que ella y su marido habían tratado la noche anterior. Movida de este afán, así que se marcharon Moreno y Villalonga, cogió por su cuenta al Delfín, y otra vez trataron ambos la cuestión de la ruptura.

Refiere Villalonga que un día fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la librería, y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que entregaran a este todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen caros y tan grandes como misales. La bondadosa y angelical señora quería poner un freno de modestia a la expresión de su vanidad maternal.

Leopoldo Montes aspiraba a que Rubín le llevase de secretario; pero esto no era fácil. «Chico, yo se lo diré a Villalonga. Creo que me dan el secretario hecho... Veremos si te meto de inspector de policía». Otros tertuliantes sentían envidia, y aunque felicitaban y adulaban al favorecido, al propio tiempo hacían pronósticos de las dificultades que había de tener en el gobierno de su ínsula.

Los estudios relacionados con las ciencias llegaron a mirarse con tal indiferencia que, así como Felipe III había encomendado a su confesor la presidencia de una junta solicitada por el general Conde de Villalonga para la reforma de la artillería, Felipe IV confió a una reunión de teólogos el proyecto de canalización del Manzanares y el Tajo, los cuales piadosos varones rechazaron la idea diciendo que, «si Dios hubiera querido que ambos ríos fueran navegables, con un solo fiat lo hubiese realizado, y que sería atentatorio a los derechos de la Providencia mejorar lo que ella, por motivos inescrutables, había querido que quedase imperfecto».

La guerra y la anarquía no se acababan; habíamos llegado al período álgido del incendio, como decía Aparisi, y pronto, muy pronto, el que tuviera una peseta la enseñaría como cosa rara. Deseaban todos que fuese Villalonga a la casa para que les contara la memorable sesión de la noche del 2 al 3, porque la había presenciado en los escaños rojos. Pero el representante del país no aportaba por allá.

Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad.

Por fin se apareció el día de Reyes por la mañana. Pasaba Jacinta por el recibimiento, cuando el amigo de la casa entró. «Tocaya, buenos días... ¿cómo están por aquí? ¿Y el monstruo, se ha levantado ya?». Jacinta no podía ver al dichoso tocayo. Fundábase esta antipatía en la creencia de que Villalonga era el corruptor de su marido y el que le arrastraba a la infidelidad.