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Actualizado: 8 de junio de 2025
A la última había renunciado; no a la primera, que seguía adorando con el mismo pudibundo y candoroso culto de los treinta años. Ni un solo vetustense, aun contando a los librepensadores que en cierto restaurant comían de carne el Viernes Santo, ni uno solo se hubiera atrevido a dudar de la castidad casi secular de don Cayetano. No era eso.
El Magistral veía a sus pies el barrio linajudo compuesto de caserones con ínfulas de palacios; conventos grandes como pueblos; y tugurios, donde se amontonaba la plebe vetustense, demasiado pobre para poder habitar las barriadas nuevas allá abajo, en el Campo del sol, al Sudeste, donde la Fábrica Vieja levantaba sus augustas chimeneas, en rededor de las cuales un pueblo de obreros había surgido.
En los libros algunas veces había leído algo así, pero ¿qué vetustense sabía hablar de aquel modo? Y era muy diferente leer tan buenas y bellas ideas, y oírlas de un hombre de carne y hueso, que tenía en la voz un calor suave y en las letras silbantes música, y miel en palabras y movimientos.
Es aquella una hora de cita que, sin saberlo ellos mismos, se dan los vetustenses para satisfacer la necesidad de verse y codearse, y oír ruido humano. Es de notar que los vetustenses se aman y se aborrecen; se necesitan y se desprecian. Uno por uno el vetustense maldice de sus conciudadanos, pero defiende el carácter del pueblo en masa, y si le sacan de allí suspira por volver.
Calles y personas, rincones de la Catedral y del Casino, ambiente de pasiones o chismes, figures graves o ridículas pasan de la realidad a las manos del arte, y con exactitud pasmosa se reproducen en la mente del lector, que acaba por creerse vetustense, y ve proyectada su sombra sobre las piedras musgosas, entre las sombras de los transeúntes que andan por la Encimada, o al pie de la gallardísima torre de la Iglesia Mayor.
Ana, por complacerle, le escuchaba con los ojos fijos en él, sonriente, y bajaba al parque cuando se trataba de lecciones prácticas. Frígilis llegó a entusiasmarse, y una tarde contó la historia de su gran triunfo, la aclimatación del Eucaliptus globulus en la región vetustense.
pero yo soy a estas horas más vetustense que otra cosa, y otro poeta lo ha dicho también, el príncipe Esquilache: Porque es la patria al que dichoso fuere donde se nace no, donde se quiere. ¡La Almunia de don Godino! Dónde íbamos a parar.... Y además separarnos de Frígilis... de don Álvaro, de los Marqueses, de Benítez, ¡imposible! No se pensó más en ello.
No reconocía entre todo el clero vetustense más superior que el Magistral, a quien consideraba más que al Obispo; «era todo un gran hombre que por humildad vivía postergado». El Magistral trataba a la de Rianzares como a una reina, según el Arcipreste, o como si fuera el obispo-madre; ella se lo agradecía y se lo pagaba siendo su abogado más elocuente en todas partes.
Y añadía, creyendo haber sido demasiado indulgente: «Además, esas aventuras... no deben tenerse en casa.... Pregunta a Mesía». Era su madre quien había iniciado al Marquesito en el culto que tributaba al Tenorio vetustense. La Marquesa, viendo incorregible a su hijo, tomó el partido de subir siempre al segundo piso tosiendo y hablando a gritos.
La conoció, la adivinó antes. «¡Es tuya! le gritó el demonio de la seducción ; te adora, te espera». Pero no pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La superstición vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí; aquella virtud como el Cid, ahuyentaba al enemigo después de muerta acaso; él huir; ¡lo que nunca había hecho! Tenía miedo... ¡la primera vez!
Palabra del Dia
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