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El joven se sintió halagado en su vanidad masculina por esta mirada, pero surgió en su memoria inmediatamente el recuerdo de lo ocurrido aquella tarde. ¿Por qué han reñido esos dos hombres?... ¿Fué por usted?... Quedó ella indecisa; y al fin, entornando los ojos, contestó con cierto abandono: Tal vez; pero yo los desprecio á los dos. Para sólo existe usted, Ricardo.

Salabert triunfaba. El granuja del mercadal de Valencia traía los reyes a su casa. Sus ojos saltones, mortecinos, de hombre vicioso, brillaban con el fuego del triunfo. La explosión de la vanidad hacía volar en pedazos las inquietudes sórdidas que aquel baile le había causado, la lucha a muerte que había sostenido con su avaricia.

Y en efecto, al recibir ésta el papelito experimentó satisfacción, lisonjeada en su vanidad y en sus instintos. ¿Sabes lo que dice este papel? le preguntó relamiéndose. Josefina hizo un signo negativo. Leía todavía mal el manuscrito, sobre todo escribiendo tan descuidadamente como lo había hecho la señora. La costurera le obligó a deletrear aquellas palabras hasta que se enteró bien de ellas.

Si la virtud pudiera ser orgullosa, nos sería dado envanecernos; pero hemos, de unir a la bondad la mansedumbre, y por altivo nos está vedado el orgullo, como por pueril la vanidad. »Ya ves, Lázaro, qué hermosa perspectiva se te ofrece a la vista.

Todo lo demás, ya lo he dicho otras veces, no es más que vanidad. Hay aquí una interrupción: el manuscrito no continúa. Aquella pobre madre ha hecho un viaje a París. He aquí la causa.

Tal vez los que lean esta historia calificarán de inverosímil su carácter, pero a menudo parece inverosímil lo más verdadero. Morsamor carecía de vanidad y era todo orgullo. La envidia y los celos no entraban en su alma. Hasta la misma emulación tenía en ella poca cabida.

Y como los bien nacidos no excusan nunca obligaciones á su agradecimiento, la duquesa servía á Lerma por convicción y por deber. Pero era el caso que Lerma tenía más vanidad que perspicacia, y solía suceder que construyese sus más soberbios edificios sobre arena.

Su inteligencia era, sin duda, tabla rasa, pero tabla bruñida, tersa y maravillosamente adecuada para que los conceptos se grabasen en ella con prontitud, se ordenasen allí sin confusión y distintamente y persistiesen luego como indelebles signos, sin borrarse ni alterarse nunca. La vanidad y el afecto de tío movían al doctor López a pensar así de su sobrino D. Pepito.

Le agradaba que supiesen que era suya, que mi lujo corría de su cuenta, y que le costaba mucho; «me tenía» por vanidad. Si le hubiese dicho que quería vivir en un piso cuarto, modestamente, me deja plantada. Era de carácter áspero, duro, difícil de tratar por lo suspicaz y receloso, como quien se ha educado lejos de toda confianza y cariño, sin calor de hogar.

Petra, por venganza, por mala índole, había hablado, había dicho a alguna amiga lo de su antigua ama. «¿Que por qué había dejado aquella casa? Por tal y por cual». Trabuco, a quien la honra de merecer la confianza de Quintanar había llenado de vanidad, no había podido resistir la tentación de dejar transparentarse su secreto. Ello era que en todo Vetusta no se hablaba de otra cosa.