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Actualizado: 26 de junio de 2025
Quiso Tucker aprovechar la distracción de nuestra hilaridad para escaparse del ataúd e irse. Muy a tiempo nos percatamos de su pérfido intento mi mujer y yo. Y lo tendimos en el cajón, a la fuerza... Y nos sentamos arriba de la tapa para que no pudiera levantarla... Nanela gritó: ¡Sepulturero, sepulturero, aquí hay un muerto que quiere escaparse!...
Al salir de la iglesia, me dijo Nanela: Haremos un largo viaje de bodas. Tenemos que irnos lejos, muy lejos. Pues ten por seguro que ese canalla de Tucker nos persigue. Yo contesté: Por seguro lo tengo. ¿Quién se atrevería a dudarlo, quién? Y lancé hondísimo suspiro, exclamando: ¡Oh, miserable Tucker! ¡oh Tucker nunca bastante execrado, vos tenéis la culpa, nadie más que vos! Huyamos.
Nuestra huida rectificó ella. Nuestra huida, perfectamente. Pero los hilos de nuestras vidas se acaban, se acaban si los seguimos devanando... ¡Y para qué morir tan jóvenes!... Además, antes de morir, yo quiero conocer a Tucker. Tú lo sabes. ¿Estás loco? prorrumpió Nanela. ¿Quién habla de morirse?
Yo lo sabía perfectamente... Y lo que supiera era esto, que me repetía a cada instante, a cada minuto, a cada segundo: Tucker, ese bribón de Tucker tiene la culpa. ¿Quién era Tucker? ¿Cómo era Tucker? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba?... Nada de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy bien! que él solo, que sólo él tenía la culpa... ¿La culpa de qué? Yo lo ignoraba asimismo.
Después de desandar lentamente en diez o doce horas las leguas que rodara sin poder pararme, me volví a encontrar ante la casa de Tucker. Justo en la puerta me detuve esta vez. ¡Para ello había vuelto paso a paso!... En el tiempo de mi vuelta, la casa había cambiado bastante. Ahora parecía una ruina y una cueva. Pero no había cómo equivocarse por la chapa de cobre, que siempre decía: TUCKER
La tierra se había hundido en un abismo sin fin y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes fuera su superficie. No importaba. La cuestión estribaba en ver cuanto antes al canalla de Tucker. De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba.
Una palmada tan sonora como el martillo de un titán al caer sobre el yunque de una altiplanicie. Fuéronla repitiendo los ecos indefinidamente... Cuando ya estaban bastante amortiguados para dejar oír mi voz, lancé un funesto juramento y grité colérico: ¡Es verdad!... ¡No me acordaba!... ¡Tucker ha muerto!... ¡Pero quiero verlo de todos modos, de todos modos quiero verlo!
Pero el impulso que llevaba de tanto correr, me hizo seguir, por la ley de la inercia, varias leguas más allá de la puerta de Tucker. Así un automóvil a toda velocidad no puede detenerse de repente, aunque el «chauffeur» descubra en el camino un obispo de mitra y gran capa pluvial, seguido de una veintena de monaguillos con rojas sobrepellices.
Había que caminar levantando la tela del cielo con las manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo. ¡Era esto muy incómodo! Mas sucedió lo que debía suceder. Caído el cielo sobre las luces de la ciudad, se incendió cómo estopa y voló en levísimas partículas de ceniza. Yo estaba apresuradísimo por ver a Tucker. Tan rápidamente iba, que caminaba por el aire sin notarlo.
Entre todos claveteamos sólidamente el cajón de Tucker. Después, Nanela y yo nos persignamos y nos fuimos. Pero la Fatalidad nos perseguía, una Fatalidad indescriptible... Debíamos seguir... Y cada paso era una brazada menos del hilo de nuestras vidas, ¡una brazada menos!...
Palabra del Dia
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