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Actualizado: 15 de junio de 2025


Las mismas escenas se repetian, como es sabido, en un espacio de mas de trescientas leguas, sin que nadie faltase á las cinco oraciones al dia que manda Mahoma.

Era rico, pero si se retiraba, perdiendo con esto el soberbio ingreso de las corridas unos años doscientas mil pesetas, otros trescientas mil , tendría que circunscribirse, luego de pagar sus deudas, a vivir como un señor del campo, del cultivo de La Rinconada, haciendo economías y vigilando por mismo los trabajos, pues hasta entonces el cortijo, abandonado en manos mercenarias, apenas daba producto.

Delaberge recordaba muy bien la sensación de aislamiento que había sentido al llegar una tarde a ese pequeño pueblo de trescientas casas, situado en la confluencia de dos riachuelos, cuya unión da nacimiento al Aube. Al caer en ese país tan extremadamente rústico, sin transición ninguna y al salir de la Escuela de Nancy, se encontró en él al principio desorientado y triste.

En un templo de hierro, tan ancho y hermoso que se parece a un cielo dorado, veremos trabajando a la vez todas las máquinas y ruedas del mundo. De debajo de la tierra, como de un volcán de joyas, vamos a ver salir, en lluvias que parecen de piedras finas, trescientas fuentes de colores, que caen chispeando en un lago encendido.

Después el pirata murmuró casi dormido ya: Deben estar contentos, porque he hecho muy bien las cosas: ¡un navío de trescientas toneladas y tres docenas de españoles! creo que no se puede pedir más; sin embargo, no es conveniente que se acostumbren; eso va bien de cuando en cuando, porque, después de todo, es bueno reír un poco. ¡Away!... ¡Away!... ¡Adelante!... ¡Adelante!

Diez y siete cuartillas. ¿Cómo? Diez y siete cuartillas. He terminado el capítulo onceno. ¡Ah! Es un trabajo espantoso. En veinte días llevo escritas cerca de trescientas cuartillas. Trabaja usted demasiado, D. Dionisio dijo con gesto de aburrimiento Mario. No hay más remedio murmuró modestamente el caballero. Para conseguir una plaza en la república de las letras, es necesario trabajar mucho.

Pasaban de trescientas, entre galeras, naos y galeazas, las naves de la Liga, y tan bien aprestadas, que sólo con verlas se podía tener por segura la victoria. Allí iba también la galera Marquesa, con las que mandaba el general Andrea Doria, y en ella, muy doliente aún, nuestro Miguel de Cervantes.

Por último la plaza de la Judería, de trescientas sesenta y siete varas de superficie: se llama así por que en ella y en algunas calles vecinas habitaron los judíos, quienes por la noche cerraban con grandes puertas el barrio que ocupaban, en el que todavía existe la casa donde residía el caudillo, y que mas tarde ocupó el Rey D. Alonso; siendo digno de particular mención el techo de madera de la habitación principal por sus notabilísimas pinturas de figuras, monstruos, sierpes, toros con estrella y alguna que otra representación quimérica, pinturas que han llamado estraordinariamente la atención de cuantos curiosos y amigos de antigüedades han ido a examinar aquella casa, hoy ocupada por la honrada familia de un tejedor.

Alli hay placeres para todos los sentidos: trescientos platos diversos para cada comida, con trescientas especies distintas de licores en trescientas copas de oro y pedrería; rozagantes vestiduras de seda y de brocado, perfumes de suavidad desconocida en la tierra, y por último una perpetua juventud.

Ahora tengo la idea de que hay trescientas, cuatrocientas, tal vez quinientas palabras de vascuence, y que todas las otras son una hábil invención. Me he enterado, por ejemplo, de que mientras los vascos españoles le llaman al tenedor tenedoróa, los vascos franceses le dicen fourchetóa.

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