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La bahía está llena de trépang, y no quiero perder una carga que puede valernos veinte mil duros. En seguida, enderezándose sobre el castillo de proa, gritó: ¡Abajo las anclas y las velas! En aquel momento se oyó salir de entre las escolleras de la playa el mismo grito de antes. ¡Cooo-mooo-eee! ¡Todavía! exclamó el Capitán . ¿Es una amenaza, o estos tunos tratan sólo de asustar a mis hombres?

Apresurémonos dijo el Capitán a la tripulación . Si todo marcha bien, dentro de tres semanas habremos completado nuestra carga, y dentro de seis estaremos de vuelta en Lia-King... El Hai-Nan, que así se llamaba el junco, había salido un mes antes de Timor, isla de las Molucas, para la pesca del trépang, bajo el mando del Capitán Van-Stael, holandés de Batavia.

Aunque no haya en ella ninguna colonia de blancos, pertenece a los holandeses, que la visitan mucho para adquirir conchas de tortugas, trépang y aves del paraíso. Los barcos malayos, llamados paraos, frecuentan aquellas playas para pescar olutarias y traficar con sus naturales.

Y llegarás también a ser un hábil pescador y... Un grito estridente que venía de la playa le cortó la palabra. ¡Cooo-mooo-eee! ¡Mil truenos! exclamó el Capitán, arrugando la frente . ¡El instinto no me engañaba! ¿Es el grito de los trépang? preguntó Hans. Los trépang no gritan. ¿Es, acaso, algún otro animal? dijo Cornelio. Peor todavía. Es el grito de alarma de los australianos.

Se dice que tienen picos de 18.000 y más pies de altura. ¿Estamos muy lejos de esa isla? Tal vez a cuarenta millas. ¿Llegaremos a ella? Las costas meridionales son peligrosas, Cornelio, y sus habitantes, casi todos piratas. Trataremos más bien de llegar a las islas Arrú, que se encuentran a la entrada del mar de las Molucas, y donde espero encontrar pescadores holandeses de trépang.

¡A bordo, hato de haraganes! ¿Vais a abandonar el trépang? ¡Desembarcad, o al primero que toque un remo lo mato como a un perro! Aquí nos quedamos nosotros, y aquí os quedaréis vosotros también. Es que los salvajes nos amenazan, señor dijo un cabo de pescadores. También amenazan a mi trépang, y no me da la gana de perderlo respondió Van-Stael . ¡A tierra, os repito!...

Cornelio salió del espacio iluminado por el fuego, se echó a tierra y apuntó. Iba ya a disparar, cuando entre los hornillos estallaron gritos agudos, a los que respondieron otros, cerca de los depósitos de trépang. No eran gritos de guerra o de triunfo, sino alaridos dolorosos. ¡Ah! exclamó Van-Horn . Los vidrios de las botellas destrozan los pies de los caníbales. ¡Fuego contra ellos!

No, sobrino contestó éste . No se ve ni un ser viviente. ¿Estamos cerca de la bahía? La tenemos seis millas delante de nosotros, Hans. ¿Estás seguro de no engañarte, tío? ¿Un hombre de mar como yo equivocarse?... Vine aquí el año último a pescar el trépang, y no he olvidado la bahía. ¿Y por qué observas tan minuciosamente la costa?

Los caníbales están todos en la playa y en medio de ellos no veo más que muertos. Es verdad murmuró Van-Stael con amargura . Los han matado a todos y me han inutilizado todo el trépang. ¡Qué pérdida, Van-Horn! Nosotros no tenemos la culpa de que se hayan emborrachado nuestros marineros, señor.

De vez en cuando, mientras los chinos, más espantados que nunca, permanecían amontonados junto a las tiendas, llegaban hasta los depósitos de trépang, temerosos de que los indígenas los estuvieran saqueando, o reconocían la playa para asegurarse de que las anclas del junco seguían sólidamente agarradas a los fondos.