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Actualizado: 8 de junio de 2025
Consistía en combinar un sistema de anuncios con un sistema de regalos, ofrecidos por las tiendas a cuantos comprasen en ellas. El plan era soberbio. Produciría millones, con tal que todos los tenderos de Madrid aceptaran la cosa, y con tal que todos los industriales facilitasen los anuncios. Ya se había entendido él con un litógrafo que le haría las primeras tarjetas crómicas.
En la plataforma del castillo de popa, entre botes, maromas y salvavidas, pululaban los pasajeros de tercera clase que gozaban de preferencia: tenderos ambulantes; rusas y alemanas con grandes sombreros de paja, que, agarradas del talle, hablaban de sus diplomas académicos y de la posibilidad de entrar en el seno de una familia del Nuevo Mundo para enseñar idiomas a los niños; jóvenes melenudos con trajes de buen corte, pero de raída tela, siempre con un libro en la mano.
Dándose a pensar en esto, vino a descubrir que en medio de su gran pobreza conservaba un capital que seguramente le envidiarían muchos: las relaciones. Conocía a cuantos almacenistas y tenderos había en Madrid; todas las puertas se le franqueaban, y en todas partes le ponían buena cara por su honradez, sus buenas maneras y principalmente por aquella bendita labia que Dios le había dado.
Y cuando las lindas transeúntes penetraban a la tienda, el dueño dejaba a sus amigos, saludaba a sus clientes con un efusivo apretón de manos, preguntaba a la mamá por ese caballero, echaba algunos requiebros de buen tono a las señoritas, tomaba el mate de manos del cadete y lo ofrecía a las señoras con la más exquisita amabilidad; y sólo después de haber cumplido con todas las reglas de este prefacio de la galantería, entraban clientes y tenderos a tratar de la ardua cuestión de los negocios.
Sublevábanse en las provincias tropas y paisanos; los tenderos se amotinaban en Madrid y daban una pedrada al alcalde; y cinco días antes, el 18 de junio, un populacho soez recorría las calles apedreando los cristales, y rompiendo los faroles de la iluminación con que celebraban muchos el aniversario del pontificado de Pío IX, mientras un gentío inmenso, de todos los colores y matices, aplaudía en los jardines del Retiro El Príncipe Lila, grotesca sátira en que designaban al monarca reinante con el nombre de Macarroni I. Varios gomosos del Veloz-Club, de los cuales era uno Paco Vélez, habían pagado a tres saboyanitos para que, escondidos en un palco proscenio del teatro a que asistía don Amadeo, interrumpiesen de repente la función, cantando al son de sus violines y arpas el conocido estribillo: Cicirinella tenía un gallo E tutta la notte montava a caballo, Montava la notte bella ¡Viva il gallo de Cicirinella!
Los tenderos pagan distintas contribuciones y obedecen á distintos reglamentos, según tienen sus escaparates á la derecha ó á la izquierda. Toledo quedó pensativo un momento. ¡Los milagros de la ruleta! continuó . ¡El poder mágico del «negro» y el «rojo»! El Casino dicen que es un portento de mal gusto, pero chorrea oro como una iglesia rica.
¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires! ¡El doctor Trevexo, el hombre de más talento de su tiempo, el orador, el diplomático, el abogado y el periodista más hábil de la República, había desaparecido de la escena pública, y sólo habían transcurrido veinte años! Los tenderos de aquella época habían muerto o habían cerrado sus tiendas; ya no gobernaban la opinión pública.
Palabra del Dia
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