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Ustedes creen, tal vez, que yo podría volver allá, sin ningún peligro.... En realidad, nada malo hice en dicho asunto, y aún me estremezco al recordar el susto que me dió el maldito general. Pero no volveré; pueden estar seguros de ello. Conozco á mis antiguos amigos. Castillejo es mejicano y sus acusadores también.

Á nuestro joven, no obstante, aquel débil murmullo le atronaba los oídos como el estampido de cien cañones, á juzgar por el susto y espanto pintados en sus ojos. La sangre iba huyendo á toda prisa de su rostro, dejándole cada vez más pálido, hasta ponerse lívido. Tuvo necesidad de cogerse al árbol para no caer. Al cabo de pocos minutos ya no escuchaba.

Volviendo al juego, si algún gobernador enérgico había amenazado a los socios del Casino con darles un susto, los jugadores influyentes le habían pronosticado una cesantía. Lo ordinario siempre fue que hiciese la vista gorda, y no faltaron a veces subvenciones en la forma más decorosa posible, como decían las partes contratantes. Los jugadores vetustenses tenían una virtud: no trasnochaban.

La corrupción de los que recaudaban, las vejaciones que imponían, el susto que les entraba cuando había visita de inspección, y la creciente pobreza y opresión del pueblo, todo se refleja en los papiros como en un espejo.

Todas estas cosas y la cara de susto que notaron en la señorita, en la gitana y en Cornias, y de veneno en el hijo de don Adrián, tan alegrote de suyo, pusieron la curiosidad de los pescadores en una tirantez insoportable. Por lo cual, en cuanto se perdió Leto de vista, ya estaban ellos al costado del balandro acosando a Cornias con preguntas.

Se narró en medio de algazara la terrible aventura de Elena y el valor desplegado por Clara en aquellas críticas circunstancias. Tristán, cuyo corazón estaba henchido de amargura, tomó la palabra para dejar caer una gota de hiel. Nada tiene de extraño el susto de Elena.

Los «monos sabios» conducían de las riendas los caballos heridos, que arrastraban sus entrañas por el suelo, soltando al mismo tiempo por debajo de la cola una diarrea de susto. Al verlos, un encargado de las cuadras comenzó a mover pies y manos, agitado por una fiebre de actividad. ¡Fuerza, valientes!... gritó dirigiéndose a los mozos de las caballerizas . ¡Duro! ¡duro ahí!

Un paje de la reina se presentó poco después. Tío Manolillo dijo , os aconsejo que os escondáis por algún tiempo. Pues ¿qué pasa, hijo? contestó dominándose el bufón. Que habéis dado un susto á su majestad, y no ha acabado de almorzar; se ha dejado casi todo lo que tenía en el plato cuando entrásteis vos. ¿Pechugas de perdiz?... Eso es... ¡una perdiz que olía tan bien!... me la he comido, tío.

Se le refrescó de tal modo al buen caballero en aquel momento la memoria de su padre, que parecía que le estaba viendo, y oyéndole el metal de voz. A su madre no la había conocido, porque murió siendo él muy niño. Y una tarde, al revolver la calle Imperial, se perdieron, es decir, se perdió ella, y él por poco se muere del susto.

Pronto se convenció de que era sangre. ¡Sangre! ¡La cosa en el mundo a que ella tenía más terror! Dominada aún por el susto, no se quejó. Levantó la falda de su vestidito y se secó, o por mejor decir, se lavó la cara, porque el vestido estaba mojado. Pero lo que más sentía, lo que le dolía de un modo horrible eran las manos. No sabiendo qué hacer para aliviarse, comenzó a soplarlas.