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Actualizado: 18 de junio de 2025


Devorada por la fiebre, en espera día y noche de cualquier siniestro ruido, de cualquier trágico espectáculo, impulsaba la triste Beatriz a la señora de Aymaret con desesperada impaciencia a que diese el paso supremo de que dependía su última esperanza, mas la vizcondesa, prevenida ya por Pierrepont de que su matrimonio se efectuaría en próxima fecha, quería esperar para presentar su súplica al pintor así que el suceso se realizase.

¿Qué choque? preguntó el Duque, por cuyos amortiguados ojos pasó un relámpago siniestro. Doña Paula adivinó un peligro para su yerno, y se apresuró a enmendar la imprudencia.

Y, detrás de las lágrimas, brillaron sus ojos africanos con un fulgor siniestro, que hacía verosímil la promesa. Todo el día siguiente lo pasé concertando mi plan diplomático de ataque.

El Doctrino tenía algo de lúgubre, hablaba poco, y siempre con una lentitud melancólica que anunciaba en él pensamientos ocultos y un frío y siniestro cálculo que no quería dejar traslucir. Eso mismo digo yo repitió Aldama, que estaba resuelto á no desairar la botella mientras tuviera dentro alguna cosa. Pues lo primero, señores dijo Alfonso, es constituirnos de cualquier modo que sea.

Acompañábala un siniestro rebramar, y una luz tétrica que apenas me dejó ver el estrago de su choque contra el obstáculo inconmovible de los montes, sobre los cuales se deshizo en negros y deshilados jirones. ¿Qué sería de los infelices errantes por sus cumbres y laderas?...

Mas no podía esconder un brillo frío y siniestro de la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo y en la expresión repulsiva que le acompañaba, se había convertido el misterioso fulgor de aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes de la enfermucha mujer, nerviosa, irascible.

Con la frescura de la noche que caía todo el mundo se halló más a gusto, los de los coches respiraron, sin dejar de saludar a diestro y siniestro, y comenzaron a abrir en las tinieblas sus pupilas de fuego los reverberos de la ciudad, la Farola, y las hachas de cera que encendían algunas mujeres para alumbrar a los carruajes.

Si nos sumimos en el mar á cierta profundidad, no tardamos en vernos privados de luz: se penetra en un crepúsculo do sólo persiste un color, el rojo siniestro; y aun al poco rato este color desaparece y sobreviene la negra noche. ¡Qué obscuridad tan absoluta, exceptuando tal vez algunos accidentes de horrorosa fosforescencia!

Es un joven de cincuenta años; hermosote, sonrosado, con grandes melenas, como león genuino del Atlas; lente inamovible, sonrisa ídem, apretones de manos a diestro y siniestro; gran parlanchín, bulle bulle, turbulento para echarla de vivo; como aquel alemán, que con el mismo objeto se tiró por la ventana; gran amigo de apuestas; célebre sportman; poseedor de vastas minas de carbón de piedra, que le producen veinte mil libras de renta.

Si conserváramos nuestros nervios, nos hubiera horrorizado este crac-crac, tan siniestro como el croar de los sapos en el pantano de un castillo en ruinas... También las órbitas donde tuvimos las narices aspiraron el nauseabundo hedor de nuestras podredumbres...

Palabra del Dia

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