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Actualizado: 12 de mayo de 2025
Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes y rumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de la Naturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosas inanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce voz entrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció. ¡Ah, poeta!... ¡poeta! Y siguió tocando.
Estamos a la espera de lo que llega, crédulos y fatuos para aceptar como una fortuna la primera hembra que nos mire, ágiles y prontos para nuevos deseos, olvidando el ayer con la inconsciencia de una profesional...» De nuevo el recuerdo de la carta con los juramentos de Sigfrido volvió a su memoria.
En el salón estaba Lucía Moreno, sentada al piano, fastidiada porque no podía sacar una pieza de memoria. Muñoz fue a sentarse a su lado. Empezó a divagar extrañamente, bajo la influencia de su obsesión. Haga música triste, Lucía. Por ejemplo, la marcha fúnebre de Chopin, o de Sigfrido. Las amigas que vengan podrían vestirse de Walkirias. ¡Qué terrible sería Adriana transformada en una Walkiria!
Cantaba con la alegría de un pájaro que saluda al día y al amor cuando la despertaba Sigfrido, el gran niño sin miedo y sin prudencia, y al despojarla de su armadura le arrebataba la virginidad. ¡Adiós, grandeza fría de los dioses! Ella quería ser mujer, con todos los dolores y las pobres alegrías de los humanos.
La selva, dormida bajo el fulgor de las estrellas, parecía un jardín de leyenda. Maltrana pensó en Wágner y en su valeroso Sigfrido; en la rústica flautita del héroe que hacía hablar a los pájaros. Hasta creyó, por un instante, que de aquellas espesuras podría surgir un dragón no conocido por los guardas.
De noche, cuando la campana del puente marca el paso de cada media hora, el vigía contesta allá arriba con otra campana y grita a través de la bocina unas palabras que, en la obscuridad, parece que vienen de las nubes. Es un bramido en alemán como los que suelta el dragón que mata Sigfrido en la selva.
Le vio casi tendido en la negra barca, y el choque del agua contra el mármol de los palacios resonó en su imaginación como las trompas plañideras y espeluznantes del entierro de Sigfrido, y le pareció contemplar al héroe de la Poesía marchando al Walhalla de la inmortalidad y la gloria, sobre un escudo de ébano, inerte como el joven héroe de la leyenda germánica: seguido por el lamento de la humanidad, pobre prisionera de la vida que busca ansiosa un agujero, un resquicio por donde penetre el rayo de belleza que alegra y conforta.
Palabra del Dia
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