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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Componía la expedicionaria flota, á más de la nave Capitana, las llamadas San Antonio, Victoria, Concepción y Santiago; yendo á las órdenes de Hernando de Magallanes entre otros marinos célebres, el maestre Juan Sebastián Elcano, Juan Ginovés, Luís de Mendoza, Juan de Cartagena, Gaspar Quesada y Rodríguez Serrano.

Divididas las opiniones, el capellán del cuarto montado votaba por el Príncipe; pero el cura Rubín y otros dos que allí había bufaban sólo de oír hablar del alfonsismo. D. Basilio, inclinándose de aquel lado, apoyado en el codo, les revelaba secretos con muchísima reserva. Ya no faltaba más que dar algunos perfiles a la cosa. Todo dispuesto, y el primerito que estaba en el ajo era Serrano.

En Mayo de 1854, después de haber adquirido los fondos necesarios para erigir a los dos esqueletos un sitio mas decente y que correspondiera a su justa celebridad, fueron trasladados con gran regocijo de los teruelanos al salón que se les tenía hecho en el mismo claustro de la Iglesia parroquial de S. Pedro, y se les colocó en una magnífica urna de nogal con preciosos embutidos, construida por el ebanista D. Antonio Lacarrier, natural de París y concluida por su discípulo D. Policarpo Serrano, también ebanista y vecino de Teruel.

¡Bendito sea, pues, este libro rústico y serrano, que viene cargado de perfumes agrestes, y no nos trae ni problemas ni conflictos, ni tendencias ni sentidos, ni otra cosa ninguna, sino lo que Dios puso en el mundo para alegrar los ojos de los mortales: agua y aire, hierba y luz, fuerza y vida! ¿Quién se acuerda de naturalismos ni de estéticas cuando lee la deshoja, o cuando oye las quejas de Catalina a Nisco, o cuando asiste con la imaginación al mercado de la villa?

Dueña de una hacienda en los valles próximos a la ciudad y de la panadería del Serrano, tenía en el patio de su casa dos vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar, aceite y otros artículos de general consumo. ¡Qué tiempos aquéllos!

Sabadell era un loco, un mentecato que había prestado por carambola algunos servicios al partido, pero que no era de la madera de que la Restauración había de hacer sus ministros; hubiera podido serlo con un Prim o con un Serrano, pero nunca con un Cánovas del Castillo y con un Butrón...

Y cuando sonó la hora, esa hora misteriosa del cuadrante de la eternidad, otro ilustre moribundo, el general Serrano, anunció en Madrid, a cuantos rodeaban su lecho: ¡El rey acaba de morir en el palacio de El Pardo!

Azores de Noruega, de Cerdeña, de Esclavonia; y aquellos que hizo traer de Algeciras don Alonso Blázquez Serrano, más chicos que los otros, pero que bajaban dos ánades a un tiempo y apresaban la liebre sin la ayuda del galgo. Allí dos halconeros, por distraer a la muchedumbre, le ponían y le quitaban el capirote a un rabioso gerifalte.

Después solía pasar al gabinete con Mendoza, quien le seguía, embargado por el susto y el respeto. Al poco rato se oía la voz cascada del general dictando alguna orden o «echándole una chilleríacomo se decía en la redacción. ¡Caramba, Mendoza, no me llamen VV. tantas veces ilustre a Serrano! Ya me tienen VV. de ilustración hasta el cogote.

Al fin nuestros ojos se encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo: ¿Será ese? ¡Imposible! replicó Serrano. No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente donde se había pensado.

Palabra del Dia

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