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Actualizado: 27 de julio de 2025


Cuando estuvimos en medio de él, levantó más la linterna, y nos estremecimos al ver, allá en el fondo, como a cien pies de nosotros, una especie de cañada, por la cual corrían impetuosas masas de agua negra, rugiendo furibundas al perderse en las entrañas de la tierra, y formando una terrible trampa para aquellos que se aventuraran a explorar aquel extraño, curioso y húmedo lugar.

¿Tan insensatas eran, teniendo esto en cuenta, las pretensiones de nuestro diputado? Poco a poco, aquella mar ligeramente agitada comenzó a encresparse rugiendo; soplaron los huracanes de la pasión política, y se desencadenó la tempestad.

Las mujeres, aunque con trabajo, refrenaron su ira, porque el guapo tenía malas pulgas. Además, Frasquito y Gregorio las instaron á hacerlo. Se habló de cosas indiferentes como si nada hubiese pasado; se bebió y se cantó otra vez. Pero como la ira seguía rugiendo en los corazones, aunque los rostros se mostrasen alegres, cuando menos se pensaba estalló la tempestad de nuevo.

Y así estuvo hasta cerca del amanecer, cortando, aplastando con locos pataleos, jurando á gritos, rugiendo blasfemias; hasta que al fin el cansancio aplacó su furia, y se arrojó en un surco llorando como un niño, pensando que la tierra sería en adelante su cama eterna y su único oficio mendigar en los caminos.

Y caminando siempre, y meditando sobre este y otros puntos, y rara vez hablando, el agua seguía cayendo espesa y muy fría, y el candidato no veía chispa...; digo mal, veía las que sacaban las herraduras del caballo que precedía al suyo, al resbalar sobre los morrillos; y esto sucedía frecuentemente al borde de un precipicio, en cuyo fondo se despeñaba rugiendo un torrente, cada vez más impetuoso con el caudal de la lluvia.

La música seguía rugiendo la Marsellesa, y en la multitud, alguno de los ardorosos, trastornado por la ilusión y por el himno, creyendo que la cosa ya estaba en casa, gritaba a todo pulmón: «¡Viva la República!», lo que azoraba a los pobres municipales y les hacía mirar en derredor, buscando un hueco en el gentío por donde escapar. La hoguera crecía rápidamente.

Continuaba rugiendo en su cabeza el ansia de destrucción, y para satisfacerla se metió con la hoz en la mano en aquellos campos que habían sido sus verdugos. ¡Ahora las pagaría todas juntas la tierra ingrata causa de sus desdichas! Horas enteras duró la devastación.

En los dramas en que la muchedumbre llega rugiendo a las puertas del palacio y amenaza saquearlo, nadie como él para hacer mucho ruido con poca gente; una docena de comparsas le bastaban para poner en sobresalto a la familia real; a uno le hacía gritar continuamente ¡esto no se puede sufrir!, a otro le mandaba exclamar sin punto de reposo, ¡mueran los tiranos!, a otro, ¡abajo las cadenas!, etc., etc., todo en un crescendo perfectamente ejecutado, que infundía pavor no sólo en el corazón del tirano sino en el de todos los que se interesaban por su suerte.

Muertos casi todos los oficiales que se habían alojado en el castillo. Su Excelencia tenía la mandíbula arrancada por un casco de obús. Lo había visto en el suelo rugiendo de dolor, sacándose del pecho un retrato que intentaba besar con su boca rota. El tenía el vientre destrozado por el mismo obús. Había estado cuarenta y dos horas en el campo sin que lo recogiesen...

Empezamos a entrar en Londres, estamos ya en ella y la máquina no disminuye su velocidad; a nuestros pies, millares de casas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contra nosotros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corremos. Otro cruza encima de nuestras cabezas, todos con inmensa velocidad.

Palabra del Dia

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