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Actualizado: 13 de julio de 2025


De las lomas que rodeaban el camino salían multitud de disparos de los alzados, y por todas partes las fuerzas del comandante Castillo escuchaban tiros.

Los que le rodeaban le tenían lástima. Desconociendo el motivo de la zaragata, cada cual decía lo que le parecía. «Sobre vino una pendencia». «No, cuestión de faldas; ¿verdad?». «¡Quita allá!, ¿pero no ves que es marica?». Las mujeres le miraban con más interés. «Tiene usted sangre en la frente» le dijo una. Era una rozadura de que el joven no se había dado cuenta.

Le molestaba, como si fuese algo inoportuno, el gesto triste y silencioso de los que le rodeaban, y sonrió para animarlos. Intentó hablar, pero el primer intento de palabra le produjo una gran fatiga. El payés le atajó con un gesto. «¡Quieto, don Jaime: debía permanecer inmóvilEl médico iba a llegar. Su hijo había montado en la mejor caballería de la casa, para traerlo de San José.

Trabose una lucha desesperada en el fondo de su espíritu; el dolor y la vergüenza disputaron palmo a palmo el terreno a la necesidad; las tinieblas que le rodeaban hacían aún más angustiosa esta batalla. Al cabo, como era de esperar, venció el hambre.

Las mujeres rodeaban a la madre. La desesperación enfurecía a aquella mujer débil y enferma. Ya no lloraba: la muerte de su hijo la había vuelto feroz. Quería morder, estrellarse el cráneo contra las paredes. ¡Ay...! ¡mi hijooo! ¡mi Antoñito! Por las noches se quedaban en la casa Sagrario y otras mujeres para cuidar de ella.

Pero bastaba que los burlones, compadecidos de esta cólera que nublaba la luz de sus ojos, cesaran en tales bromas, para que el exaltado se dulcificase, volviendo a llamar hermanos a todos los que le rodeaban.

No fue posible, por más empeño que en ello pusieron los magnates que rodeaban a D. Carlos y el mismo rey, obligarle a aceptar el despacho de oficial. Fue herido varias veces y una de ellas de tan mala manera, en la cara, que le quedó una profunda cicatriz.

Otros rodeaban a un compañero que, abriéndose la camisa, mostraba el pecho. Apenas si le quedaba señal de las postas que le habían metido entre las costillas. Después de dos semanas de descanso, volvía aquella noche a la faena. Hablaban de los compañeros que estaban en la cárcel de El Escorial, discutiendo lo que les podría «salir».

En su tierra, las llanuras que rodeaban la ciudad estaban cubiertas de palmas.

En tanto, las mozas rodeaban a Rosa y le afeaban su conducta. A cuantas advertencias le hacían contestaba con acento irritado y un gesto altivo de reina salvaje: Yo soy una aldeana. No quiero bailar con los señores. Tal resultado obtuvo el primer paso de Andrés para acercarse a su morenita de la iglesia.

Palabra del Dia

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