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Actualizado: 11 de junio de 2025


Acometerla sólo era como encaramarse a las cimas del heroísmo. En el propio estado seguían las dos cuando se les apareció Cándida, muy risueña y oronda.

Los diversos colores se igualan y hasta se confunden bajo el poder adorable de aquella luz risueña. Es una especie de apoteosis instantánea que atrae y halaga la vista.

La generala contestó con afabilidad, y dirigió la vista a otro sitio; mas al volverla de nuevo hacia Miguel, al ver la camelia blanca en su frac y al observar su mirada fija, penetrante y un si es no es risueña, recibió tal sorpresa, que no pudo contestar a lo que, en aquel momento, le preguntaba un viejo militar que tenía a su lado.

En cambio, ¿quién sobre el globo terráqueo, y aun sobre los otros globos que navegan por el espacio, compite con ellas en ponerse el rico mantón de la China floreado, anudándolo a la cintura por detrás? ¿Quién deja caer con más gracia, ni siquiera con tanta, los rizos del pelo por la frente en estudiado desgaire? ¿Quién se mueve con más garbo dentro de la giraldilla ni da con más elegancia un rempujón al señorito que se desmanda, diciendo al mismo tiempo entre risueña y enojada? «¿Cristiano, usted es tonto, o se hace? ¡Mire que se va a pinchar!» ¿Quién es capaz de cantar con más sentimiento y menos oído a la vuelta de una romería aquello de

Estas lindas estrellas de la tierra, que esmaltan los jardines con su púrpura risueña, son parientas lejanas del orgulloso clavel. ¡Nadie lo diría, porque son tan modestas...! Allí está. ¡Qué noblemente pliega el aromático turbante blanco y rojo de mil rizos! Salud al califa espléndido, magnífico, soberano.

El círculo terminal de la cuerda cayó sobre el joven, estrechándose hasta sujetarlo por mitad de sus brazos, y un ligero tirón le hizo vacilar en su asiento. Miró enfurecido en torno é hizo un ademán para defenderse; pero su cólera se trocó en risueña sorpresa al mismo tiempo que llegaba á sus oídos una carcajada fresca é insolente.

Los de fuera y los de dentro trataban con respeto, casi con veneración, a la ilustre señora, que era como una figurita de nacimiento, menuda y agraciada, la cabellera con bastantes canas, aunque no tantas como la de Barbarita, las mejillas sonrosadas, la boca risueña, el habla tranquila y graciosa, y el vestido humildísimo. Algunos días iba a comer allí, es decir, a sentarse a la mesa.

Y ahora que la imagen de don Álvaro se le presentaba risueña, elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro de las leyes naturales y sociales... a lo menos era cosa menos repugnante... menos ridícula; no, lo que es ridículo, nada... ¡pero un canónigo!...».

Llegaba, y ella venía en el acto hacia él con las manos tendidas, la sonrisa en los labios y el corazón en los ojos. Todo en ella decía: «¡Procuremos amarnos, y si podemos, amémonosEl miedo lo embargaba. Apenas se atrevía a tocar aquellas dos manos que iban al encuentro de las suyas. Trataba de evitar aquella mirada que cariñosa y risueña, inquieta y curiosa, buscaba la suya.

Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujer que alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascada ligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamente consideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillas encendidas y chispeantes ojos.

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