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Le inspiraba miedo la hermosura de esta mujer; estaba estremecido aún por el contacto de las firmes redondeces que acababa de rozar durante la corta lucha. Su virtud soñolienta había sufrido el tormento de una resurrección sin objeto. «¡Ah, no!... Que se encargasen otros de expulsarla

Acequias abiertas en líneas paralelas sobre las redondeces, alternativamente salientes y entrantes de las curvas y promontorios, llevarán la vida y harán germinar las flores hasta en las áridas pendientes.

El oro de estas cabelleras que comenzaban a deshacerse en torno de él era artificial, cubriendo un pelo grueso y fuerte, endurecido por la química. Los labios tenían un sabor de manteca perfumada. Sus redondeces daban una sensación de dureza pulida por el contacto, semejante a la de las aceras.

Además, había el coro femenil, brillantemente vestido y con las piernas libres; las tiples abundantes en carnes y ligeras de ropa; un desfile de mallones rosados y voluptuosas redondeces que alegraba la imaginación del navegante, sin hacer olvidar los deberes de la fidelidad. A la una de la madrugada, cuando volvía al buque por los muelles solitarios, habían intentado asesinarle.

Cuando la sábana hubo caído sobre el lecho, Miguel apareció intensamente pálido, con una luz agresiva en sus pupilas. Ella, creyéndole enfadado por su broma, rió maliciosamente, apoyando las manos en el colchón. El jadear de esta risa entreabría el escote de su bata, dejando ver en perspectiva horizontal el secreto de unas redondeces blancos y trémulas perdiéndose en misteriosa penumbra.

Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido. , era muy guapa.

La veía blanca, con sus adorables redondeces y sus ojos tímidos y bajos, que parecían ocultar como un pecado el negro ardor de sus pupilas. ¡Dejarla! ¡no verla más!... ¡Y ella iba a ser de uno de aquellos bárbaros, que profanarían su belleza usándola en las faenas del campo, convirtiéndola poco a poco en una bestia agrícola, negra, callosa y arrugada!...

Rafael la veía a corta distancia, blanca, escultural, envuelta en el jaique en que se cubría al pasar de la cama al baño; lo primero que había encontrado a mano al bajar al huerto. Y bajo la fina lana, delatábanse las tibias redondeces con un perfume de carne sana, fuerte y limpia que, atravesando la tela, se confundía con la virginal respiración del azahar.

Los ojos del comerciante fijábanse con avidez en la nuca perfumada por las matinales abluciones y todas las blancuras inmediatas revelarlas por la entreabierta penumbra de la blusa. De aquí saltaba su mirada a las redondeces de las piernas, envueltas en calada seda, emergiendo entre el follaje sedoso de las faltas. Maltrana se acercó a él como si hubiese olvidado la escena de poco antes.