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Actualizado: 31 de mayo de 2025


Aquella legión de diablos le rodeó, dando alaridos; un bastonazo le derribó la chistera tornasol, y empujón va, empujón viene, le dieron el gran manteo, entre risas y burlas. Como pelota, iba de un lado al otro, sudando, gesticulando, descompuesto. Quilito le arrancó uno de los faldones y lo izó en la punta de su bastón. ¡Basta, dejémosle! gritó Jacinto.

¡Abreme decía la señora, aporreando la puerta, ábreme: no hagas escándalo, Quilito, no me faltes al respeto! Abreme. Quilito abrió. Entró la tía, su cara de muñeca más lustrosa que de costumbre, sin las chapas de color en ambas mejillas, porque el disgusto las había borrado, y siguió al sobrino hasta la alcoba.

Y Quilito, razonable como pocas veces, decía que, efectivamente, era una injusticia irritante, más, una inconveniencia ridícula, pero que Jacinto no abusaría de su posición, pues era muy buen muchacho; además, estaba seguro que no aportaría por el Ministerio nunca, y esta sería la mejor solución.

En el comedor, don Pablo Aquiles ocupaba todavía el sillón y misia Casilda había vuelto a sentarse en el sofá, sus manos de cera extendidas sobre la falda negra; se esperaba al niño, a Quilito, que había subido a su cuarto y nunca acababa de bajar a comer. La cocinera asomó dos o tres veces su cara encendida. Espere usted que el niño baje decía la señora con su voz de flauta.

La noche cerraba, y bajo los sauces el frío y la obscuridad aumentaban; sobre la superficie del río, brillaban, desparramadas, lucecitas amarillas, a lo lejos, que se movían, como fuegos fatuos. En el cielo, ni una estrella; los ecos del paseo se habían acallado... Quilito sacó el revólver.

La maleza crujía bajo sus pasos y detrás se oían las zancadas de Agapo, que venía persiguiéndole; Quilito se acurrucó al pie de un sauce, se quitó el sobretodo claro, que podía denunciarle, y esperó, el revólver amartillado en la mano... Agapo llegó, pasó y se alejó, rastreando la caza, gritando desesperado: ¡Quilito! ¡Quilito!

Sólo por él, por salvarle... si mañana no tenemos la suma justa, la falsificación queda descubierta... ¡qué horror! a lo que se exponen estas criaturas sin discernimiento; porque Quilito lo ha hecho de inocente, de atolondrado... ¡Volver a casa de misia Petronila! ¿a qué? para sufrir un segundo desaire: no, lo mejor, es esto; Gregoria no puede negármelo: si no es para , ni para Pablo, es para el hijo de Pilar, una Esteven, ya que desprecia tanto a los Vargas, olvidando el apellido que lleva.

Quilito, abstraído, pensaba: ¿Y he de llegar yo a estar como este hombre, sucio, harapiento, comiendo las sobras de los otros, durmiendo en el suelo, dominado por el vicio y la pereza?

En fin, sería el cuento de nunca acabar: el sebo de una fácil ganancia ha engatusado a muchos, y con el afán del lucro se han metido a ojos cerrados en el pantano, y ya han perdido pie y empiezan a hundirse; el liquidar de cuentas será un rechinar de dientes. Así tuviéramos buen gobierno decía Quilito.

Pero el otro no callaba; volvió a la carga sobre aquello de los pájaros gordos, que parecían repletos y sin embargo iban a pedirle un poco de alpiste, bajo secreto de confesión... Jacinto no chistó. O no hay nada, o no sabe nada se dijo don Raimundo. Entretanto, en el escritorio, Quilito se aburría.

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