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El Magistral, como el pez en el agua, entre aquellas rosas que eran suyas y no del Ayuntamiento como las del Paseo grande, se recreaba en los ojos de las que ya los tenían transparentes de malicia; y, más sutilmente, encontraba placer en manosear cabellos de ángeles menores.

Rosalía no las hubiera oído quizás con gusto si no le inspirara indulgencia la consideración de que las merecía muy bien y de que en cierto modo la sociedad tenía con ella deudas de homenaje, que hasta entonces no le habían sido pagadas en ninguna forma. Venía a ser Pez, en buena ley, el desagraviador de ella, el que en nombre de la sociedad le pagaba olvidados tributos.

El pulpo gigantesco que ahoga al más pequeño crustáceo, peligra dejar sus tentáculos entre las garras del cangrejo, y el pez más glotón titubea antes de engullirse un ser tan espinoso. Desde que crece el crustáceo es el tirano, la pesadilla de los dos elementos. Su inabordable armadura encuéntrase dispuesta para todo ataque.

Ulises, al llegar á los estanques de los peces, experimentaba una sensación igual á la del viajero que luego de vivir entre una humanidad inferior tropieza con seres que casi son de su raza. Allí estaba la aristocracia oceánica, el pez, libre como el mar, suelto, onduloso y resbaladizo lo mismo que la ola.

Con todo, el oso á veces huye, rehusa el combate, creyendo á su contrario más feroz y más hambriento que él. El hombre con hambre es terrible. Sin otra arma que una espina de pez, persigue al enorme animal; empero hubiera perecido cien veces á no tener otro alimento que ese compañero terrible. El poder vivir le costó un crimen.

En cuanto a ti, Ratón Pérez, te has quedado con más narices que un pez espada. Siempre se ha visto contestó el barbero dando tan brusca vuelta a la clavija de su guitarra que saltó la prima que de fuera vendrá quien de casa nos echará. Pero has de saber , Romo, que a se me da tres pitos. Tal día hará un año; a rey muerto, rey puesto.

Con mal acuerdo había suprimido el pasear por las tardes, costumbre en él antigua; y su amigo D. Manuel María José Pez, viéndose privado de quien le hacía pareja en aquella hora de higiénico solaz, se iba tan campante a Palacio para no perder la costumbre de la compañía Bringuística.

Cuando había otros acompañantes en Gasparini, o cuando se consideraba perjudicial la conversación muy prolongada, Pez se iba a la Saleta o a Embajadores, donde Rosalía, hallándole al paso, cambiaba algunas palabras con él. Notaba la dama en su amigo un mudo y ceremonioso respeto, y las galanterías con que la obsequiaba eran siempre caballerescas y de estilo un tanto rebuscado.

No pasaremos adelante, por respeto al mismo Sr. de Pez, sin hacer una breve excursión al campo de la Aritmética. Es una observación o problema que el público ha formado muchas veces ante ciertas antítesis, que, a fuerza de repetirse, han llegado a sernos familiares. Cuando D. Manuel era Director, el boato de su familia igualaba al de una familia propietaria con quince o veinte mil duros de renta.

Nuestros dominios se extendían por toda la nación, de punta a punta, y no había provincia donde no poseyésemos algo. Todo contribuía a la gloria del Señor y a la decencia y bienestar de sus ministros; todo pagaba a la catedral: el pan al cocerse en el horno, el pez al caer en la red, el trigo al pasar por la muela, la moneda al saltar del troquel, el viandante al seguir su camino.