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Actualizado: 7 de junio de 2025
Cuando Andrés se enteró por Narcisa de la hazaña de su hermano, dió de puñetazos a los muebles y de patadas a las puertas, y crujieron maderas y cristales, temblaron las habitaciones y rodaron las blasfemias de una estancia en otra con un eco sacrílego y temerario. Doña Rebeca, tiritando de miedo ante aquel furor, huyó como alma diablesca por los misteriosos escondrijos de la casona.
A ratos se tranquilizaba, pero de repente le entraba el berrinche y se ponía a dar patadas en el aire. Rafaela, que era una mujer de poquísimas fuerzas, ya no podía más. Guillermina se lo quitó de los brazos, diciendo: «Dámele acá... no puedes ya con tu alma... Ea, caballerito; a callar se ha dicho...». El Pituso le dio un porrazo en la cabeza.
Don Fermín estaba en cama. Su madre echada a los pies del lecho, como un perro, gruñía en cuanto olfateaba la presencia de algún importuno. El Magistral se quejaba de neuralgia; el ruido menor le sonaba a patadas en la cabeza. Doña Paula había prohibido los ruidos, todos los ruidos. Se andaba de puntillas y se procuraba volar.
Así fué descendiendo á las regiones inferiores, donde las tinieblas eran aún más densas. Braceó desesperadamente al sentir las primeras angustias de la asfixia, dando al mismo tiempo furiosas patadas en el ambiente líquido. Tenía la certeza de que iba á morir ahogado, y esto mismo comunicaba á sus fuerzas un nuevo vigor. ¡No quiero morir, no debo morir! se decía Edwin.
Don Paco no pudo sufrir más: fue corriendo a la puerta de la casilla, por fortuna vieja y desvencijada, y descargando sobre ella con todos sus bríos un diluvio de patadas, de puñetazos y garrotazos, consiguió en pocos segundos arrancarla de los goznes y derribarla por el suelo con estrepitoso sacudimiento, que hizo retemblar las paredes.
Momentos después Marta oyó los ecos de una voz irritada, y apenas hubo dicho algunas palabras la voz más agria aun de la condesa se mezcló a sus amenazas; ora era un rumor sordo; ora era una tempestad que iba siempre creciendo; hubo momentos en que hasta el piso temblaba al choque de violentas patadas.
La osadía del negrito no conocía límites, y extendió sus manos pringadas hacia aquella señora tan maja que le miraba tanto. «Quita allá, demonio... quita allá esas manos» le gritaron. Viendo que no le dejaban tocar a nadie, y que su facha causaba risa, el chico daba patadas en medio del corro, sacando la lengua y presentando sus diez dedos como garras.
Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar, y el canto del mozo que apuntaba. «Si se me permite dar una opinión dijo Feijoo, que empezaba a marearse con tanto barullo , voto con el pollo».
Leonora le había citado allí, en el refugio predilecto de los artistas, que aislado de la circulación, ocupa todo un lado de una plaza solitaria, señorial y tranquila, sin más ruidos que los gritos de los cocheros de alquiler y las patadas de los caballos. Había llegado en el primer tren de la mañana, sin equipaje alguno, como un colegial que se fuga con solo lo puesto.
Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar. No nos hablaba nunca, y de noche, después de acostarnos, le sentíamos dando unas patadas. ¿Y por qué la mandó á casa de esas señoras? Vea usted, yo le voy á decir la verdad porque es de la casa. Había un melitarito que se metió un día en casa, porque vino acompañando al amo, que fué herío en la calle.
Palabra del Dia
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