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Actualizado: 11 de julio de 2025


A unos cien pasos de la Villa Blanca, se elevaba, o más bien, se hundía, hasta tal punto parecía una topera, una construcción gris aplastada bajo un techo de bálago con una puerta baja y de medio punto y una estrecha ventana guarnecida de dos barrotes en cruz en la que con frecuencia danzaba una pálida luz a la sombra del crepúsculo.

Aquella mañana pasó por dos veces junto a Rafael, seguida de una vieja sirvienta, con toda la gravedad de una huérfana que tiene que ocuparse del gobierno de su casa y hacer las veces de señora mayor. Apenas si le miró. La mansa sonrisa de futura sierva con que le saludaba otras veces había desaparecido. Estaba pálida y apretaba los labios descoloridos.

Elena marchaba sonriendo a las flores, a los árboles, a los pájaros, sonriéndose a misma que era más bella que todas estas cosas. Pero he aquí que al salir de uno de estos éxtasis idílicos y ponerse de nuevo en marcha acierta a ver delante de ... ¿Qué? ¿Qué es lo que había visto? ¿Por qué se pone pálida como la cera y deja escapar de su garganta un grito?

por cierto: á poco de haber salido la duquesa, volvió á entrar más pálida y más conmovida, fijó una mirada cobarde en el lecho y volvió á repetir, ¿Dónde está la reina? ¡no parece su majestad! ¿qué es esto, Dios mío?

¡Ese hombre que dice el tío Manolillo, sois vos! dijo la Dorotea, pálida, sombría, señalando con un dedo inflexible la frente del religioso. Yo... ¡Dios mío! ¡yo, que amo á su majestad!

Luisa, muy pálida, y Catalina, con la cabellera gris suelta, se hallaban de pie sobre la paja del trineo. El doctor Lorquin, delante de ellas, paraba los golpes con su sable, y, mientras batía el hierro, les gritaba: ¡Tendedse, con mil demonios, tendedse en el trineo! Pero ellas no lo oían.

Estaba un poco pálida, y sus ojos, al levantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suave melancolía. ¿Cómo ha descansado V., Maximina? la preguntó. No he podido dormir en toda la noche respondió la niña. ¿Pues? No ... daba vueltas y más vueltas... y nada. Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.

En adelante, la obediente y virtuosa niña jamás olvidó el precepto materno, y cada mañana y cada tarde tomaba el espejo del lugar en que estaba oculto, y miraba en él, por largo rato e intensamente. Allí veía la cara de su perdida madre, brillante y sonriendo. No estaba pálida y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven.

»¿Por qué? repitió Teobaldo, estrechando mis manos entre las suyas, frías como el mármol... No cómo decírselo... y no obstante es preciso... es necesario... »Y al hablar así el sudor corría por su pálida frente. »¡Acabe! ¡Acabe!

En los cañaverales cantaba un ruiseñor débilmente como anonadado por la belleza de la noche. Se deseaba vivir más que nunca; la sangre parecía correr por el cuerpo más aprisa, los sentidos se afinaban y el paisaje imponía silencio con su belleza pálida, como esas intensas voluptuosidades que se paladean con un recogimiento místico. Rafael seguía el camino de siempre, iba hacia la casa azul.

Palabra del Dia

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