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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Su orgullo bonachón creía haber perdido lamentablemente el tiempo cuando terminaba el año sin haber hecho noventa visitas a estas ilustres damas, a las que llamaba por antonomasia «nuestras tías». Ojeda le confió sus bienes para seguir sin preocupaciones una vida doble de placeres.
El loco amor al lujo y las comodidades eran los puntos débiles de Isidora; su necesidad la brecha por donde la atacaban, prometiendole villas y castillos; pero no obstante estas desventajas, resistía batiéndose con el arma de su orgullo y amparada del broquel de su nobleza.
Con muchas cuentas como ésta os ponéis rico. Vaya en paz vuesa merced dijo socarronamente al cocinero mayor. ¡A palacio! dijo Montiño á los suyos. Y se puso en marcha delante de ellos. El joven estaba aturdido. No de orgullo, sino por el contrario, de abatimiento.
Su amor propio de libre-pensador no había llegado a esa jerarquía del orgullo en que sólo se admite lo que uno crea para sí mismo. De todas maneras, era simpático. De sus defectos su hija fue la víctima.
Ni por un instante pensó en luchar ni en invocar los derechos de su ternura. Aun a falta de su orgullo, su profundo agradecimiento por la joven que le abría tan ingenuamente el corazón hubiera bastado para evitarle todo desfallecimiento.
También Gómez empezaba a sentir cierto orgullo por haber presenciado el duelo. Un espectáculo interesante que podría relatar a sus amistades.
El primogénito de los Solises parecía, no un becerro, sino un toro. Don Casimiro era el varón más bienaventurado de la tierra. Estaba lleno de satisfacción y de orgullo de verse tan amado de su mujer, y de tener por hijo á un Hércules tebano, sin pensar en el Saturnio y sin mirarse como Anfitrión, pues ignoraba la mitología.
Un macferlán de un negro rojizo servíale de abrigo, y por entre las solapas mostraba con cierto orgullo su único lujo, el lujo de la juventud mísera, una gran corbata de colores chillones, que ocultaba la camisa, y un cuello postizo, alto, de rígida dureza, pero cuyo brillo había tomado, con el uso, una blancura amarillenta de mármol viejo. ¿Qué hay de política? dijo otra vez el empleado.
Isidro levantó la cabeza con orgullo. ¡A todos, sí señor! No había en el barco pasajero mejor relacionado que él.
Ya hemos indicado que el orgullo de doña Luz se velaba y envolvía en el más discreto disimulo; y esto no sólo por prudencia y por interés propio, sino por vivo sentimiento de caridad. Nada le dolía tanto como humillar al prójimo.
Palabra del Dia
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