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Y el cubo de esta rueda era un cráneo, blanco, limpio, brillante, como si fuese de marfil pulido; un cráneo enorme lo mismo que un planeta, que permanecía inmóvil, mientras todo giraba en torno de él; un cráneo luminoso como la luna, que con sus negras oquedades parecía gesticular malignamente, burlándose silencioso de todo este movimiento. La rueda giraba y giraba.

Y riendo se escanció bonitamente tres ó cuatro vasos de sidra, y uno en pos de otro dándose casi la mano los introdujo en las inmensas oquedades de su vientre, donde apenas se notó su presencia. El capitán empezó á sentirse más inquieto. Ya sabemos que era hombre de poco aguante.

Todo era seco, árido y hostil. Las riquezas minerales daban á las montañas colores inauditos. Había cumbres verdes, pero de un verde metálico; otras eran rojas ó anaranjadas. En ciertas oquedades existía una capa blanca y profunda, semejante al sedimento de un lago cuyas aguas acabasen de solidificarse. Estos lagos secos eran de borato. Caminó después días enteros sin encontrar ninguna vegetación.

Enrojecióse la espuma de las olas y la costa pareció por unos instantes de lava en ebullición. Al resplandor de esta luz de tempestad, Jaime contempló a sus pies el vaivén de las aguas lanzando sus chorros rugientes en las oquedades de la roca, bramando y retorciéndose con espumarajos de cólera en las tortuosas callejuelas de los escollos.

Las cabras silvestres, en sus alturas inaccesibles, saltaban de meseta en meseta, y únicamente cuando rodaba el trueno en el azul sombrío y los rayos como serpientes ígneas bajaban con veloz angulosidad a beber en el inmenso abrevadero del mar huían las tímidas bestias con balidos de terror a refugiarse en las oquedades cubiertas por el ramaje de las sabinas.

En unos lugares, estos muros tenían como cimiento visible las rocas que emergían como verdosas cabezas, lavadas incesantemente por las espumas; en otros, bajaban hasta perderse en la profundidad acuática, lo mismo que los diques de los puertos, cubriendo las antiguas oquedades del promontorio, las cuevas, las caletas en formación, todos los ángulos entrantes que habían sido rellenados con tierra vegetal.

Marcharon lentamente, con una placidez igual á la del sereno crepúsculo. Al salir de los jardines hicieron un alto frente al Museo. ¡Volver por el mismo camino!... Miguel descubrió á un lado del edificio una escalinata rústica tallada á trechos en la roca y completada en las oquedades con peldaños de ladrillos.

Podían jugar con un regocijo gimnástico de adolescentes por aquellos jardines que envidiaban los curiosos pegados á la verja; podían romper en sus carreras las plantas raras traídas del otro lado del planeta, saltar de roca en roca en busca de los pececillos que dejaban las olas en los minúsculos lagos de las oquedades de la piedra, hasta que sus fracs quedasen bien mojados y sus zapatos rotos, para desesperación del coronel, que todos los días pasaba revista á su gente.

El horizonte cerrábase en el fondo, con un escalonamiento de montañas. La joven conocía los nombres de todas aquellas cumbres. Las había visto durante muchos años todos los días, al saltar de la cama, unas veces brumosas y delineando apenas su contorno sobre el cielo, otras veces rojas, con las manchas de sombra de sus barrancos y oquedades, destacándose sobre la inmensidad azul.

Sentóse en el alféizar, echando las piernas fuera, y lentamente empezó a descender, tanteando con los pies las oquedades del muro para evitar que rodasen piedras sueltas, denunciándole con su estrépito. Al tocar tierra sacó el revólver de la faja, y agachándose, casi de rodillas, con una mano en el suelo, comenzó a seguir el contorno de la base de la torre.