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Actualizado: 16 de octubre de 2025


Y siempre aquel olor hediondo. En la comida fue preciso pasar sin agua. Las cisternas, las fuentes, los pozos, los víveres de pesca, todo estaba inficionado. Por la noche, en mi alcoba, donde, no obstante, se habían matado enormes cantidades, oía aún rebullicio debajo de los muebles, y ese crujir de élitros semejante al peterreo de los dientes de ajo que estallan con los calores fuertes.

La otra puerta que separaba el comedor del gabinete, tenía los vidrios tapados con visillos de algodón rojo, y cuando alguien la dejaba entornada, fácilmente se oía el tic-tac continuo de un antiguo reloj de pesas, que lanzaba un quejido metálico antes que sonase el timbre en cada hora.

De vez en cuando se oía la voz del cuadrillero Cachucha que gritaba: ¡Cuidado con las escopetas!... ¡Ojo, que estoy aquí!... En este momento aflictivo se abrió una pequeña puerta de la tapia de un jardín y el perro se metió por ella precipitadamente.

El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes.

Recordaba sus años de la infancia; el respeto con que oía a aquel hombre, admirado por su padre y que durante largas temporadas vivió en su casa.

Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima. Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin, y blandiéndolo gritaba: ¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!

No se oía ruido de viento: la calma era absoluta; pero en este ambiente tranquilo, el frío resultaba más punzante, más mortal. Parecía que el mundo acababa aquella noche, que el sol ya no saldría más, que la tierra iba a permanecer por siempre bajo su mortaja de nieve. El joven entró en la cocina. En una cazuela quedaban unas brasas, abandonadas por la Teodora después de su cocimiento.

Se hablaba alto en las filas. ¡De prisa, de prisa! se oía a cada paso. Algunos se permitían decir chistes alusivos a la tormenta. En el duelo había más circunspección, pero todos convenían en la necesidad de apretar el paso. Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupaciones taciturnas.

Déjeme, señor, sosegada; no trate de sacarme de mis casillas. ¡Jesús!, bonita se pondría doña Inés llegase a entender que vuecencia andaba requebrándome y que yo le oía faltando al decoro que se debe a esta casa tan respetable. Y con estas palabras o con otras por el estilo se apartaba Juanita de don Andrés y se iba a otro extremo de la antesala.

Sólo al pasar por delante de alguna casa se oía dentro el gruñido amenazador de un perro que protestaba contra el desfile de la tropa a hora tan inusitada y tal vez que otra el no más dulce murmullo del sargento Alcaraz, que maldecía de la noche, de su suerte y de la madre que le había parido.

Palabra del Dia

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