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Actualizado: 11 de mayo de 2025


El desprecio a las intrigas y el odio de sus enemigos le hicieron abandonar para siempre el archipiélago de la Orden, las islas de Malta y Gozzo, cedidas por el Emperador a los frailes guerreros sin otro precio que el tributo anual de un azor de los que se criaban en aquellas islas. Viejo ya y cansado, retirábase a Mallorca, viviendo de los bienes de su encomienda situados en Cataluña.

Don Fermín volvió a tranquilizarse, viendo la exaltación de la ira pintada en el magistrado. «, había hombre; la máquina estaba dispuesta; el cañón con que él, don Fermín, iba a disparar su odio de muerte, ya estaba cargado hasta la boca». Don Víctor no hablaba. Gruñía arrimado a la pared, en un rincón... «Ya no había qué hacer allí». El Magistral se despidió.

Pero la catedral, insensible a las vicisitudes humanas, estaba allí como siempre, y a ella se agarraba, ocultándose en sus entrañas para morir tranquilo, sin más anhelo que ser olvidado, pereciendo antes de hora, gustando la amarga felicidad del anonadamiento, dejando en la puerta, como una bestia que se despoja de la piel, aquellas rebeldías que le habían atraído el odio de la sociedad.

Su amor, tan dulce, tan joven, era motivo de risa, tema de diversión para las malas lenguas que la escarnecían como a una mujerzuela de la acera, porque había sido buena con él, porque la había faltado crueldad para presenciar impasible las torturas de una juventud apasionada... Pero con ser tan molesto este odio de la gran masa escandalizada, ella no sentía miedo ni indignación: lo despreciaba. ¡Ay!, pero quedaban los otros, los íntimos de Rafael, sus amigos, su familia... su madre.

A él mismo, que los trataba como hermanos de pobreza y muchas veces se exponía a que el amo le regañase por favorecerles, le miraban con odio, como si fuese un enemigo. Y sobre todo, eran holgazanes y había que azuzarlos como si fuesen esclavos.

Aun el más indiferente hubiera comprendido que me odiaba, sobre todo viéndome a solas con la princesa Flavia; sin embargo, estoy convencido de que procuró disimular su odio y aun hacerme creer que me tomaba por el verdadero Rey. Comprendía yo que esto último era imposible, y me figuraba la ira de que estaría poseído al tributarme homenaje y al oírme hablar de «Miguel» y «Flavia

Brillaban los ojos, fijos en él con el fuego del odio; las cabezas, turbadas por el alcohol, parecían sentir el escarabajeo de la tentación homicida; instintivamente iban todos hacia Batiste, y éste comenzó á sentirse empujado por todos lados, como si el círculo se estrechase para devorarle. Estaba arrepentido de haberse quedado junto á los jugadores.

Ya que había llegado el instante de la revuelta ¡sus y á él!... Era el enemigo secular; los demás habían crecido á su amparo... El odio á toda religión era instintivo allí donde las masas obreras despertaban.

Espurios hijos para quienes nada es todo el odio que en el mundo alienta, traición hicieron a mi patria amada, mancillando su honor, que aun esplendía con vivos resplandores de alborada. ¡Ah! si pudiese con la sangre mía borrar ese baldón de tu memoria... ¡Hasta la última gota vertería! ¡No!

Los vecinos se apresuraron a manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron algunos palmos más a la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de odio, la pared fue subiendo y subiendo.

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