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Pero, ahí estaba ella, la madre, para velar por todos; no conseguirían su objeto, no: ella lo había jurado. Sus ojos, secos ya, brillaban, animados por el odio inextinguible. Susana lloraba.

La situación de la corte había quedado en el mismo estado que antes; las intrigas seguían, los que antes eran enemigos, seguían profesándose un razonable odio. Doña Clara tenía á su don Juan. La condesa de Lemos á su don Francisco. Dorotea y el bufón habían dejado de sufrir, porque los muertos no sufren. Doña Ana seguía siendo la maestra de amor del príncipe de Asturias.

Y, como tal, censuró la unión de Herodes Antipas con su cuñada y sobrina Herodías, esposa de Filipo. Herodías, por su parte, cobró al creador del bautismo un odio mortal, de mujer herida en su dignidad.

La Condesa, al menos, sin que nosotros salgamos responsables de sus juicios, se explicaba así, de un modo sintético, la historia de su patria. Resultaba de aquí que, de puro aristocrática y por odio a la democracia antigua, casi era la Condesa liberal y progresista.

Se había ya resignado a separarse de él como de un extraño; pero dejarle por todo recuerdo ese odio inexplicable, constituía para él una amargura suprema que le hacía sufrir hondamente.

¡Mi señorita linda!... Siempre me cuesta el conocerla con su traje de varoncito. ¿Cómo le va?... Y bajó apresuradamente los escalones de madera, atravesando la calle para ir al encuentro de Celinda Rojas. No se habían visto desde el día que Sebastiana abandonó la estancia; y ahora, por odio á don Carlos, creyó conveniente la mestiza enumerar las magnificencias de su nueva situación.

Parecía compadecerme y justificarme; como si quisiera evitar mi odio; y yo, mientras tanto, trémulo, cohibido, con los ojos humedecidos por las lágrimas, he estado veinte veces tentado de arrojarme a sus rodillas o en sus brazos. 12 de septiembre.

Los astutos venecianos, para arruinar á Génova, ajustaban un tratado en Perpiñán con la marina de Cataluña, y empezaba en el Mediterráneo una de las guerras más crueles de la Historia, guerra de escuadras numerosas y odio implacable, en la que eran pasadas á cuchillo tripulaciones enteras y los capitanes vencidos morían pendientes de una antena de su buque.

La insistencia pertinaz que mostró Pedro Lobo en volver a verla, exacerbó este odio, agotó su paciencia y le hizo perder los estribos.

Todo se reduce á lo siguiente: Hay un partido, unos cuantos hombres que se llaman liberales sensatos, que predican el orden y el respeto á las leyes. Todo esto es muy bueno. Pero el pueblo ha cobrado gran odio á esa gente, que es, según cree el Rey, el apoyo de la Constitución.