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El marquesito se entusiasmó en la busca y corría de un lado a otro, saltando las zanjas y los arroyos, trepaba por las escarpas y se pinchaba en los setos, fatigándose por traer alguna florecita rara y vistosa. No se moleste más, Nanín, ya tengo bastantes dijo Clara. Nanín era el diminutivo de Fernando, con que nombraban cariñosamente al joven marqués la familia y los amigos íntimos.

¿Qué Nanín? preguntó Aldama por cuyos ojos pasó una nube. ¿Qué Nanín ha de ser? El marquesito del Lago. Me ha dicho que los ha visto en su casa y que había sentido mucho no encontrarle a usted. La impresión que Tristán sintió con estas palabras fue tan violenta, que un golpe en la cabeza no le hubiera dejado más aturdido y paralizado. Sólo pudo exclamar con forzada y estúpida sonrisa: «¡Ah

Cuando terminó, Tristán, que le escuchaba sin pestañear, volvió la cabeza con desdeñosa indiferencia y avanzó los cinco pasos que le habían señalado. Nanín hizo lo mismo. El testigo volvió a dar las palmadas convenidas. Los dos tiros partieron.

Acaso fuera el único bien que usted puede hacer en este mundo... ¡Oh, mi Nanín! ¡oh, hijo de mi corazón...! Venganza del cielo, ¿no caerás sobre la cabeza de su verdugo? , ... caerá... Dios es justo. ¡Jamás vivirá tranquilo el que ha matado a un ángel...! ¡Maldición, maldición sobre él! La marquesa avanzó un paso todavía.

Nanín se volvió rojo, exasperado, y avanzando hasta acercar su cara a la de Aldama exclamó con furor: ¿Qué decía usted? Tristán, sin retroceder poco ni mucho, respondió con igual fiereza: Lo que todo el mundo sabe: que es usted un imbécil. El marquesito alzó la mano y Aldama rodó por el suelo.

Nanín era el mismo niño grande, un poco más grande, un poco más moreno. Su mamá le había tenido cerrado aquellos dos años en una finca enorme, solitaria, de la provincia de Badajoz, sin salir más que una que otra vez a la capital en tiempo de ferias o cuando algún negocio lo requería.

Y dirigiéndose a sus primos añadió: Soy con vosotros al instante. Necesito hablar unas palabras con este amigo. Salió y cerró la puerta del palco. Estoy a su disposición dijo ya con semblante grave para acomodarse al de Tristán. Este echó a andar hacia la escalera y Nanín le siguió al vestíbulo que se hallaba solitario. Sólo los encargados de recibir los billetes de entrada charlaban a la puerta.

En los labios sinuosos del paisano se dibujó una sonrisa feroz y se dirigió hacia el sitio que ocupaba. Pero al pasar cerca de la mesa de los literatos percibió a Tristán y exclamó sonriente y espantoso: ¡Adiós, Tristanito! Hace ya una temporadita que no nos hemos visto. ¿Cómo va esa salud? Por Clarita y el chiquitín no le pregunto porque que están buenos. Nanín me lo ha dicho esta tarde.

Acabo de saber que ha estado usted en mi casa. Efectivamente, esta tarde he tenido el gusto de ver a Clara... ¿Y no hubiera usted hecho mejor en haberse privado de ese gusto? dijo Tristán, a quien la frase del marqués calentó aún más la sangre. Nanín le miró estupefacto. No comprendo... Quiero decir que visitar a las señoras jóvenes en ausencia de sus maridos no siempre es oportuno.

Pero conmigo muy superficiales... y yo soy ahora el amo de la casa y quien puede autorizar o desautorizar las visitas de mi mujer. Nanín avergonzado y queriendo sacudir el embarazo que sentía replicó: ¿Y para una tontería como ésta me hace usted salir del palco? ¡Hombre, no merecía la pena!