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La endiablada mozuela, ciñéndose a las instrucciones de don Juan, se hacía desear mucho, tardaba en acudir a las citas, luego venía armada de malicia, fingiendo estremecimientos, vacilaciones y sonrojos que la hacían más apetitosa; y si se dejaba tocar por el ex miliciano remozado, en seguida se le escapaba de entre las manos, como si le tuviese condenado a eterna dedada de miel, sin esperanza de mayores goces.

La comprendía y la excusaba. ¡Un mozo tan guapo como su Jaime!... Pero la mozuela alborotó con sus trajes y ademanes las tranquilas costumbres de la ciudad; las buenas familias se indignaron, y doña Purificación trató con ella, valiéndose de intermediarios, para darle dinero y que abandonase la isla. En otras vacaciones el escándalo fue mayor.

La custodia se rescató con gran contento de los feligreses, los cuales costearon después una solemne función religiosa de desagravios. El ladrón no fué solo á cometer su delito, sino que tuvo dos cómplices, como así lo consigna Góngora, el cual dice: «Ayudóle en el sacrílego robo un clérigo, que había sido fraile, y una mozuela.

Dice, pues, la historia, que el paje era muy discreto y agudo, y, con deseo de servir a sus señores, partió de muy buena gana al lugar de Sancho; y, antes de entrar en él, vio en un arroyo estar lavando cantidad de mujeres, a quien preguntó si le sabrían decir si en aquel lugar vivía una mujer llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho Panza, escudero de un caballero llamado don Quijote de la Mancha, a cuya pregunta se levantó en pie una mozuela que estaba lavando, y dijo: -Esa Teresa Panza es mi madre, y ese tal Sancho, mi señor padre, y el tal caballero, nuestro amo.

Lo ocurrido es muy natural; la desvergonzada mozuela se ha encajado en la iglesia, no vestida humildemente, según su clase, sino con el lujo escandaloso de las mujeres cortesanas que bullen en las grandes ciudades y que son la perdición de los hombres. ¿De dónde ha salido el traje que llevaba puesto? Aquí nadie lo ignora. Era regalo de usted. No he de negar yo que era regalo mío.

Comprendió que la infeliz a quien estaba engañando no era casada trapisondista que mereciese desprecio por faltar a su deber, ni viuda buscona armada por la experiencia contra la seducción, ni siquiera mozuela desenvuelta y sabedora de cómo se finge la pérdida de la honestidad: era una pobre mujer realmente apasionada, que sin carecer de perspicacia y malicia, las tenía como adormecidas y embotadas por el pícaro amor.

Al punto salió rápidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una mozuela de hasta trece años, desgreñada, con el cierto andar de quien acaba de despertarse bruscamente, sin más atavíos que una enagua de lienzo y un justillo de dril, que adhería a su busto, anguloso aún, la camisa de estopa.

Mozuela que allá en el pobre lugarejo le esperabas en el pajar; sabrosa luna de miel pasada con Frasquita; cocinerilla vencida en la trastienda, en una sofocante siesta de verano; dichosas y felices aventuras, ¡cómo y con qué fuerza surgisteis en la imaginación del estanquero, poblándola de halagadoras reminiscencias que le inspiraron deseos de nuevos triunfos!

Era una mozuela que, avanzando entre la muchedumbre hasta colocarse en primera fila, lanzaba una «saeta» a Jesús. Los tres versos del canto eran para el Señor del Gran Poder, «la escultura más divina», y para el escultor Montañés, compañero de los grandes artistas españoles de la edad de oro. Esta «saeta» equivalía al primer tiro de un combate, que desata un estallido interminable de explosiones.

Sentáronse y sentéme; y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación, de rato en rato le pegaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras de este modo, con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante no lo hiciera una bala en el de un coleto.